Que la interdependencia entre México y Estados Unidos es intensa y que, por ser asimétrica, lo sea mucho más para México que para la primera potencia no es un misterio para nadie. Pero que, en función de ello, el Presidente mexicano invitase a un candidato presidencial norteamericano que ha hecho del agravio a su vecino un tema de campaña sin que se le exigiese las disculpas correspondientes estaba fuera de todo cálculo.
Hoy sabemos que en esa decisión primó el criterio económico impuesto por el ex -Ministro de Hacienda Luis Videgaray sobre el de la Canciller Claudia Ruiz Massieu. En esa decisión la fraterna relación del Presidente con el ex -Ministro seguramente jugó un rol superior.
Quizás esa vinculación personal probablemente intensificó el mayor peso que la economía tiene sobre la política en las decisiones de muchos gabinetes latinoamericanos desde el inicio de la reforma liberal de hace tres décadas (especialmente en los países más ordenados).
En relación a los Estados Unidos, el peso de esa realidad económica es en México aún superior por el hecho de que alrededor del 80% de las exportaciones mexicanas tienen como destino al vecino norteño (una vinculación estructural) y porque la inversión extranjera directa de ese origen equivale al 53% del total (mientras que el segundo contribuyente -España- alcanza sólo 9.6% del stock).
De otro lado, en un contexto de lento crecimiento del comercio global (todavía por debajo de la perfomance económica), de desaceleración de las exportaciones mexicanas y de caída de los precios petroleros (que, sin perspectiva de gran repunte, siguen siendo un fuerte alimento de la balanza de pagos), la candidatura de Donald Trump constituye un claro riesgo para la economía mexicana.
En efecto, este candidato que ha hecho del NAFTA una piñata política en el marco de su más genérico cuestionamiento de los acuerdos de libre comercio es capaz, si triunfa, de devolver a México a la época de incertidumbre previa a la crisis del 1994 y de pervertir la relación económica entre Estados Unidos y su tercer socio comercial con consecuencias lamentable para ambas partes (pero mucho más para México).
Para un tecnócrata como Videgaray (que forma parte de la estirpe de autoridad mexicana dominante desde fines de los años 90 del siglo pasado) este riesgo debe haber nublado no sólo su escasa visión política sino la de su influenciable Presidente en relación a la amenaza política que implica el agresivo aislacionismo de Trump.
Si ésta amenaza hubiera sido adecuadamente percibida, el insulto a los migrantes mexicanos transformado en eventuales deportaciones y en el muro "que México debe pagar", habría sido mejor entendido tanto en relación a los ciudadanos mexicanos como a los chicanos que viven en Estados Unidos (63% de los hispanos según Pew).
En ese escenario las excusas de Trump se imponían si éste deseaba visitar la residencia presidencial de Los Pinos. Es más, éstas eran necesarias para cualquier agenda de negociación de una alternativa razonable de trato del problema migratorio mexicano-norteamericano.
Pero no fue así. La influencia del tecnócrata, el mal juicio del Presidente y la presión interna a la que éste está sometido contribuyeron a que la invitación apaciguadora al político hostil extranjero se llevara a cabo.
Al fin y al cabo ésta se mitigaría con la presencia de la candidata demócrata Hillary Clinton habrá pensado el señor Peña Nieto. Y hasta un sueño de gran componedor entre ambos candidatos norteamericanos puede haber cruzado la mente del Presidente mexicano. Al fin y al cabo, esa fue la predisposición perceptiva del ex -Presidente Lula en su viaje a Irán cuando trató de mediar en un asunto nuclear lejano de las capacidades brasileñas. Al respecto, el Presidente mexicano no tuvo en cuenta siquiera los puntos que se anotaría Trump en Estados Unidos con su visita de alfombra roja al Distrito Federal.
Por lo demás, ni la señora Clinton concurrió a Los Pinos, ni Trump fue apaciguado (ese mismo día insistió en Arizona en su compromiso con el "muro"). La evaluación de costos y beneficios de la invitación del Presidente Peña Nieto se topó así con todo el peso de la irracionalidad que, mucho antes, se había mostrado inmatizable en el bando del candidato republicano. Según ésta cualquier concesión a la sensatez es prolegómeno de derrota.
Como consecuencia el presidente Peña Nieto ha perdido enorme capital político cernido en la vergüenza nacional que medios públicos e intelectuales mexicanos han hecho patente. Al fin y al cabo el honor nacional sigue siendo un lindero que no se cruza hacia el lado del agravio sino a un alto costo de legitimidad.
Al cruzar esa línea el Presidente Peña Nieto probablemente ha arruinado también cualquier aspiración de victoria a la que pudiera haber aspirado el PRI en el 2018. De esta manera la recuperación del poder por el PRI, que dominó el escenario político mexicano en el siglo XX hasta perderlo a manos del PAN con el Presidente Fox en el 2000, se habrá descontinuado.
Comments