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  • Alejandro Deustua

Seguridad en Tour de Force

24 de enero de 2024



Al deterioro del crecimiento global (2.4%) proyectado por el Banco Mundial para 2024 se sumará una mayor degradación de  la seguridad internacional.


Ésta ya se había debilitado en 2023 por el incremento de la conflictividad global y tensiones entre potencias mayores “en un marco de interdependencia”. Esta realidad, que prioriza menores conexiones (delinkage) sobre el pleno desacoplamiento (decoupling) entre Estados Unidos y la Unión Europea con China, acaba de ser reconfirmada en Davos por altos representantes de esos estados y entidades. Ello implica el mantenimiento de intercambios sustanciales y la supresión de transacciones sectoriales entre ellos en un escenario de competencia estratégica que, sin embargo, admite la cooperación (especialmente en asuntos globales).


El incremento de la conflictividad implica también la fricción entre potencia mayores con potencias emergentes (p.e. Irán) y menores (p.e. Taiwán).


Luego haberse reactivado escenarios de confrontación latente (p.e. el Medio Oriente), el mayor protagonismo de agentes no estatales (Hamas, Hezbollah, Houtíes, entre otros) ganarán en influencia y capacidad de generación de redes clandestinas. En ese ambiente organizaciones mercenarias también operan sin mayores cuestionamientos (SIPRI).


La expansión de la violencia interestatal e intra-estatal (estadísticamente, la más numerosa)  ocurre en un escenario de creciente fragmentación global, complicaciones geopolíticas y pérdida de liderazgos estatales. Esa tendencia podría escalarse  a guerras interestatales o ampliarse a escenarios más rudimentarios (p.e. redes del crimen organizado trasnacional influidas externamente).


De otro lado, la realización de medio centenar de procesos electorales en el curso del año  debería constituir una fiesta democrática en Norteamérica,  Europa, Asia,  Rusia, África y América Latina (México, El Salvador, Panamá, República Dominicana, Uruguay y, eventualmente, Venezuela). Pero no todos esos procesos arraigarán al sistema democrático liberal ni producirán certidumbre en los interlocutores de esos países.


La lista de preocupaciones es encabezada por Estados Unidos. La política exterior de la primera potencia  será puesta en juego electoralmente en noviembre al punto de implicar, eventualmente, una alteración importante de los intereses sustanciales de esa potencia. Al respecto, es fundada la presunción de que un triunfo del Sr. Trump lleve al abandono o debilitamiento del apoyo a Ucrania, al renovado cuestionamiento de la OTAN, a la intensificación de la conflictividad sistémica sino-norteamericana, a la reanudación del aislacionismo norteamericano y a un mayor proteccionismo. La distorsión de objetivos será mayor si la elección popular es ganada por el eventual candidato demócrata mientras que los colegios electorales dan el triunfo  al republicano al tiempo que los procesos judiciales en los que está envuelto no concluyen oportunamente.  


De manera previsora, en la Unión Europea se ha oficializado tanto la necesidad de reducir vulnerabilidades por exceso de dependencia de su aliado principal como la de lograr mayor “soberanía” mediante el  incremento de capacidades orientadas a una mejor distribución de responsabilidades transatlánticas (Francia, la Comisión Europea).


De oro lado, en el Medio Oriente la contraofensiva israelí contra Hamás (justificada como retaliación pero inaceptable en su metodología de tierra arrasada) podría encontrar con Trump una mayor implicación de otros países árabes (siguiendo el patrón de los acuerdos de Abraham) pero sin apurar  la indispensable solución de “dos Estados” (si Netanyahu perdura).  En este campo, el espiral de negociaciones no tendrá término.


En el otro lado del espectro, las “elecciones” rusas de marzo próximo reafirmarán en el cargo al Sr. Putin. Además del dominio  interno,  el fortalecimiento del autoritarismo ruso vigorizará la conducción de la guerra en Ucrania, el vínculo especial con China y la mejor coordinación con potencias desestabilizadoras emergentes (Irán, Corea del Norte). Paradójicamente, sin embargo, si triunfase el Sr. Trump podría observarse una peculiar atenuación del conflicto ruso con Occidente. Ello dependerá de aspectos ligados a la relación personal y “transaccional”  entre Trump y Putin. Esta eventualidad no debiera depender de un puñado de electores en un país de supremas responsabilidades internacionales.


Esa incertidumbre ya se refleja en la conducción de la guerra en Ucrania. En ella Rusia ha ganado posiciones (no triunfos decisivos), la guerra de desgaste se arraiga y el aprovisionamiento ucraniano no fluye como debiera. Si esa proyección se mantiene, las zonas de influencia (p.e. las cuatro provincias “rusófilas” parcialmente tomadas por Rusia) no sólo podrían consolidarse en el campo de batalla sino también como renovado concepto estratégico que Occidente ha decidido desconocer.


Ello beneficiará a China que, a pesar de su debilitamiento económico, articula esas zonas más allá de Asia impulsada por la dimensión nacionalista de su dictadura. Su voluntad de dominio geopolítico e institucional en el Pacífico asiático, su vínculo con Corea del Norte y el empleo de  la cooperación (el programa  “nueva ruta de la seda” especialmente atractivo para el mal denominado “sur global”) dan cuenta de ello como complemento de los beneficios de su inmenso mercado.    


De otro lado, las principales organizaciones terroristas en el Medio Oriente ya devenidas en ejércitos paramilitares estructurados abastecidos por Irán, crecerán en influencia y, quizás, autonomía. La realidad paraestatal anti-israelí arraigada en el área, seguirá ganando fuerza. Si no se le ataja podría replicarse en otros escenarios siguiendo patrones autóctonos (como la potenciación política de grandes carteles del narcotráfico).


Impedirlo será cada vez más costoso mientras subsistan regímenes que convierten a grupos de combatientes sin nada que perder en fuertes actores geopolíticos capaces de afectar flujos globales (p.e. interrumpiendo estrechos marítimos críticos como el que comanda  el tránsito entre el Golfo de Aden y los mares Rojo y el Arábigo).


Estas alusiones al riego interestatal y al conflicto estuvieron implícitas en las presentaciones de las autoridades de las potencias y agrupaciones (UE) en Davos. Sin embargo, el Reporte sobre Riesgos Globales presentado por el organizador (WEF) subraya inmatizadamente la importancia de riesgos globales de carácter tecnológico (desinformación, manipulación de IA), ambiental (cambio climático extremo) y social (polarización). Ello puede explicarse porque los principales  contribuyentes al reporte fueron agentes del sector privado (48%). Ese sesgo indica una seria falla metodológica del informe aludido.  


En América Latina (región hiperperiférica en estas evaluaciones) la conflictividad ha crecido de forma alarmante. En términos geopolíticos, Haití es un caso manifiesto estado fallido, Venezuela ha traído el potencial de guerra al Esequibo, Ecuador lucha contra el crimen organizado trasnacional que lo abruma, Bolivia se atasca en crisis étnico-políticas del partido de gobierno, Colombia no resuelve su conflicto interno exportable, el Perú no atiende su enorme crisis institucional  y la polarización social se renueva ideológicamente en Argentina. Estos riesgos están a la vista y deberán ser afrontados en el año.


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