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  • Alejandro Deustua

Reacción Frente a la Inseguridad

El sismo que acaba de asolar el territorio nacional nos ha recordado que la inseguridad latente de los habitantes de la costa peruana es alta. Sin embargo, a pesar de habitar encima de una falla geológica mayor (el escenario de interacción de la placa de Naza con la Suramericana) en el marco del más inestable sistema volcánico del mundo (el de la cuenca del Pacífico), el Perú no posee medios suficientes o relativamente eficaces de previsión y control de daños. La gran brecha existente entre la magnitud de aquel riesgo y de la respuesta define un grado de irracionalidad alarmante.


Más cuando ésta parece ser menos una función del subdesarrollo que de decisiones colectivas y gubernamentales casi inerciales. En efecto, no obstante los riesgos, la población sigue construyendo en territorios vulnerables. De otro lado, mucho antes de que cambiara el rol social del Estado a la luz de los requerimientos disciplinarios de políticas económicas necesarias y de su evolución democrática, la mala orientación del gasto en seguridad ya era clamorosa o mal orientada. Hoy lo sigue siendo, pero por omisión.


Si para probarlo basta citar el caso de la versión minimalista de nuestra seguridad convencional (el denominado "núcleo básico operativo" que revela un extraordinario requerimiento de repotenciación a la luz del desmanejo del pasado), ahora también puede referirse la precariedad de aprestamiento del Instituto Nacional de Defensa Civil cuya misión es, precisamente, asistir a la población en la previsión de desastres naturales, minimizar los daños y proceder a la rehabilitación posterior. Quien desee constatar esa realidad desde el punto de vista presupuestario puede visitar la página web correspondiente en el acápite "transparencia".


Esta situación, que se refleja en deficiencias visibles de infraestructura, de capacitación, de organización eficiente y de reacción no sólo cuestiona la responsabilidad del Estado (que está obligado a proteger a la población) y de la sociedad (que está obligada a participar en los sistemas de seguridad nacional y ciudadana) sino que muestra una pésima racionalidad económica.


En efecto, el costo del daño (que, por la dimensión del cataclismo, en efecto pudo ser mayor al 0.3% del PBI estimado hasta hoy) ciertamente pudo reducirse y evitar sus efectos multiplicadores (aún no calculados) de haberse contado con instituciones, equipos, capacidades y cultura cívica (especialmente urbanística) equivalentes a la dimensión del riesgo en un país de medianos ingresos como es el Perú.


Si bien el hecho de que el riesgo es en nuestro país una condición de vida para las mayorías (los más pobres, los informales y, en general, todos los que no están adecuadamente incorporados a la dinámica del progreso) y nos familiariza con el peligro rutinario, ello ciertamente no constituye una virtud. Y no lo es porque impide la reacción eficiente frente a la amenaza que caracteriza a las civilizaciones avanzadas (característica que Toynbee sí atribuyó a los antiguos peruanos), porque desvaloriza la vida al tiempo que promueve el fatalismo y porque, en consecuencia, reduce la disposición gubernamental y colectiva a procurar recursos previsionales adecuados.


Esta forma social de afrontar la vulnerabilidad minimiza la demanda social por una razonable evaluación del riesgo y de las formas de confrontarlo. Ello no sólo infraestima la respuesta sino que como sucede no pocas veces, lleva a la autoridad impreparada (característica no sólo de la que es inexperta sino de la ideologizada) a sobredimensionarla. El resultado es, en consecuencia, siempre malo.


Ello no quiere decir que la respuesta del Ejecutivo al terremoto haya sido equivocada. El Presidente ha hecho bien en asumir el liderazgo, trasladarse al escenario y tomar las decisiones inmediatas elementales. Ello habla bien de su autoridad, de su compromiso y de su legitimidad.


Pero la conducción política tiene los límites que demanda la acción práctica Y esta debe ser la del Indeci y, como complemento esencial, la de la Fuerza Armada y la de la Policía Nacional (ninguna labor de ordenamiento y rehabilitación se puede llevar a cabo sin orden y sin acción disciplinada). Si la labor del Indeci era previsiblemente insuficiente, entonces la de la Fuerza Armada y de la comunidad debió suplirla mejor.


Aprovechando el espíritu de solidaridad motivado por la catástrofe, es hora de que el Estado se asegure que las instituciones responsables de proveer todas las formas de seguridad (la nacional, la ciudadana, la cooperativa) lo hagan efectivamente. La sociedad, el mercado y la comunidad internacional se lo reconocerán contribuyendo mejor a realizar ese bien público.



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