El ciclo de ondas de corta frecuencia entre períodos de cooperación y de conflicto (o de crisis) que caracteriza a la relación peruano-chilena desde 1999 acaba de de marcar un nuevo punto de inflexión. Ello ha ocurrido a pesar de la política de fuerte aproximación bilateral que los gobiernos de Perú y Chile decidieron impulsar desde el inicio de las administraciones vigentes. En el caso del Perú, ello supuso la cuestionable postergación del trato de la controversia marítima con el vecino en el amplísimo espacio jurídico que define la “cuerda separada”.
Aunque la intensidad del conflicto político emergente ha sido atenuada con una rápida gestión de control de daños por ambos gobiernos que, finalmente, materializó el Tribunal Constitucional chileno, la naturaleza de la confrontación es mayor.
En efecto, la pretensión chilena de recortar territorio continental peruano y de ratificar su expansión marítima a expensas del Perú en el marco de la redefinición político-administrativa de la Primer Región (Tarapacá) ha involucrado, a través de una ley cuestionada, a la totalidad de las instituciones del Estado vecino.
Así, si el Ejecutivo propuso la iniciativa legislativa y luego la especificó, a través de las instancias que fueran, desconociendo y confrontando el derecho y la soberanía peruanos, el Legislativo aprobó el proyecto sin tener en cuenta su legitimidad y sus consecuencias.
Luego, si frente al reclamo peruano, el Tribunal Constitucional chileno declaró inconstitucional el artículo específico que establecía los límites de la nueva región, ello ocurrió atendiendo a razones meramente administrativas antes que al fondo de lo normado (que merecía revisión).
Finalmente, la Cancillería chilena acató el falló pero confirmó claramente que los contenidos de la norma delimitatoria de la nueva región (la XV) forman parte de del derecho chileno y sustentan sus intereses en la materia. El problema sustantivo se mantuvo.
De esta forma, a diferencia de la ley de bases de proyección marítima adoptada por el Perú en el 2005 (que, en su último punto, definió la aspiración peruana a una adecuada definición del dominio marítimo), el Estado chileno evidenció voluntad de consolidar unilateralmente soberanía efectiva no sólo sobre un área oceánica que es motivo de una controversia bilateral, sino sobre territorio peruano jurídicamente definido por el Tratado de 1929 y por el correspondiente Comité de Límites cuyos trabajos concluyeron en 1930.
Es verdad que la diferencia entre la situación actual (en la que se ha declarado inconstitucional la norma pretendidamente delimitatoria) en relación a la que hubiera generado la promulgación de la ley en cuestión es mejor, en el corto plazo, para Perú y Chile. Ello es evidente en tanto que el escenario del intento de recorte del territorio peruano habría dado pie a un conflicto territorial en el continente en un ámbito hasta entonces caracterizado por la controversia marítima. Pero la situación actual es ostensiblemente insatisfactoria para el Perú.
Más aún si se tiene en cuenta que el escenario innovado es territorio que, habiendo sido peruano, no sólo tiene alta sensibilidad histórica y estratégica sino que es uno sobre el que el Perú mantiene derechos reales (Arica) y capacidad de determinar su destino en caso de cesión a terceros (por lo demás, la división del territorio que fue peruano genera incertidumbre sobre el status internacional de la región que prescinde de Arica).
De otro lado, si la crisis pudo ser aplacada, la declaración de la Cancillería chilena confirmando el derecho unilateral a la innovación delimitatoria sólo resalta la importancia política de la vigencia en Chile de legislación interna sobre la materia (la ley de pesca de 1991), de acción internacional multilateral (la definición de límite que Chile sometió a la ONU en 1992 en el marco de la Convención del Mar) y de actos de posesión (la construcción de una caseta militar chilena en la zona que ya fue retirada) que, aunque interrumpidos, no han sido declarados infundados por el vecino.
De esta manera, el proceso de creación de la región Arica-Parinacota ha servido para actualizar la posición expansionista que el vecino sostuvo hasta la suscripción del Tratado de 1929. Ello revela que intereses primarios chilenos, hasta hoy percibidos como de menor intensidad, se oponen flagrantemente a intereses vitales peruanos en la zona de frontera. Y también evidencia que las autoridades chilenas permanecen dispuestas a satisfacerlos unilateralmente involucrando en ello a todos los poderes del Estado (si la disposición flexible se mostró en última instancia, ello sólo ha ocurrido en el ámbito diplomático bajo circunstancias de apremio sin que se hubiera consultado o informado al Perú previamente en materia tan delicada).
Pero lo más sorprendente de esta nueva confrontación es que ocurra en el marco de un complejo proceso de generación de confianza bilateral cuyos resultados institucionales han densificado la relación peruano-chilena en los últimos seis años mientras que sus consecuencias económicas (la profundización del acuerdo de complementación económica), sociales (los acuerdos sobre seguridad social y trato de migrantes), políticas (el progreso hacia un status de asociación) y de seguridad (las medidas de fomento de confianza entre las fuerzas armadas) han generado beneficios tangibles e intangibles para ambas partes.
Por lo tanto, si la complejidad de intereses involucrados en esta red de interdependencia creciente entre las partes define también intereses sustantivos del vecino, la pregunta a resolver es ¿cómo es que la acción unilateral e inconsulta de este último los puede poner en cuestión?.
La respuesta es complicada porque supondría que la pretensión chilena de una ganancia territorial absoluta medida en unos pocos kilómetros cuadrados de significación estratégica mucho mayor para el Perú, es más importante para el vecino que las ventajas relativas que aseguran a éste una relación estable, segura y próspera con nuestro país además de beneficios considerables para la región.
Esta contradicción, que revelaría irracionalidad en el vecino, sólo puede esclarecerse si se asume que Chile persigue racionalmente intereses que percibe como superiores.
Si la respuesta fuera diferente y, en cambio, se atribuyera la responsabilidad de la irracionalidad a un error en el proceso de toma de decisiones o a una indeseada influencia de funcionarios de menor rango (como hoy se plantea), ello revelaría vulnerabilidades en la organicidad del Estado chileno de las que, hasta hoy, pocos hubieran sospechado.
Consideremos la cuestión a pesar de su fuerte componente especulativo sugerido por la prensa de ese país. ¿Pudo el impasse ser sólo el producto del error atribuido a una instancia menor de la Cancillería chilena o a la falta de tacto de de sus agentes diplomáticos? Es posible pero poco probable.
Aceptar esa hipótesis implica atribuir a esas instancias menores un poder extraordinario capaz de marginar la voluntad de los responsables de conducir y ejecutar la política exterior chilena: la Presidenta de la República y el Canciller de ese país. Y supone también afirmar que la cadena decisoria de esas instituciones no sólo es frágil sino que carece de mecanismos de control elementales o que éstos pueden ser fácilmente influenciados por terceros sin mayor jerarquía.
Aunque el error humano es siempre un factor que debe considerarse en la evaluación de una decisión, la subversión del proceso institucional es acá tan gruesa que la hipótesis resulta inverosímil. Y más cuando los presuntos responsables permanecen en sus puestos.
La improbabilidad del supuesto del error o de la subversión institucional es aún mayor cuando se evalúa el proceso legislativo que permitió que la norma fuera aprobada por el Congreso chileno. En efecto, la cadena de instancias por las que la norma tuvo que ser evaluada en las cámaras de Diputados y Senadores de Chile es tan compleja que resta credibilidad a la tesis de una simple aceptación por los congresistas chilenos de una sustitución de la norma original por otra sin haber éstos evaluado su origen, su materia y sus consecuencias. La improbabilidad de la hipótesis se incrementa si se considera el absurdo de que una norma relativa a un área tan sensible como la Primer Región, que tiene importante representación parlamentaria, pudiera ser aprobada sin más trámite.
A la luz de estas consideraciones elementales, es evidente que la responsabilidad del Estado chileno en esta materia no puede ser eludida. Y menos cuando el interés nacional que la sustancia se mantiene ofensivamente vigente. Y si, en consecuencia, la acción externa de ese Estado no puede desligarse de esa responsabilidad, tampoco puede desconocerse que el proceso de construcción de confianza del que ese Estado es parte principal ha sido seriamente mellado. No hacerlo pondría en duda el buen juicio de las autoridades peruanas y daría pie a una política exterior imprudente. De otro lado, si la situación actual implica una renovada fuente de vulnerabilidad para el Perú, ésta debe ser eliminada o atenuada. Sin embargo, la convivencia con la vulnerabilidad parece formar parte del escenario del momento.
Esta última alternativa será fuertemente ineficiente y costosa no sólo porque mantiene el problema (que mañana pudiera desbordarse) sino porque impide un adecuado trato de los intereses convergentes peruano-chilenos. La inestabilidad implícita en esta alternativa incrementará los costos de las transacciones bilaterales y alimentará el riesgo de futuras crisis.
En cambio, la eliminación de esa vulnerabilidad, como es obvio, erradicaría el riesgo y potenciaría los beneficios de la interdependencia sobre bases estables si la solución se pudiera lograrse a través de la negociación bilateral.
Si ello no fuera posible, la alternativa de una solución jurídica en el ámbito, por ejemplo, de la Corte de La Haya o del arbitraje siempre sería superior al statu quo de inestabilidad y desconfianza vigente. El costo, sin embargo, no sería bajo: la insatisfacción del Estado no favorecido por la solución del problema podría seguir resintiendo la relación bilateral salvo que Chile desista de reclamar soberanía territorial, de manera usurpadora, en el sur del Perú.
Si esta alternativa, que rinde beneficios al Perú, no fuera considerada hoy tampoco como viable, el Perú tendría que prepararse para afrontar una situación de interdependencia menos densa con Chile (o de más lenta formación) en un escenario de inestabilidad y de desconfianza que complicará el desarrollo de medidas de fomento de esa cualidad política dejando aquéllas sin mayor fundamento.
La perspectiva de largo plazo de la relación bilateral será entonces poco fértil, ambigua, generadora de recelo estatal y poco constructiva para el Pacífico sur suramericano. En ese caso la oportunidad estratégica de una moderna asociación bilateral habrá perdido sustento, el tránsito fluido del conflicto a la cooperación será cuestionado y los ciclos de estabilidad-crisis serán más frecuentes.
Si no es éste un escenario en que los intereses de largo plazo del Perú (y quizás tampoco los de Chile) deban definirse, ambos Estados, pero especialmente Chile, debería generar las condiciones por la solución negociada del problema bilateral.
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