La visita de Obama a La Habana ha sido presentada como un instrumento de normalización socio-económica entre Cuba y Estados Unidos y como una iniciativa que modificará la situación estratégica de la isla (y, eventualmente, la relación con América Latina). La primera caracterización es adecuada. La segunda no.
En efecto, el despliegue familiar de Obama en Cuba evidenció su disposición a restablecer una relación cuyo vital sustento social quedó congelado desde que la revolución se declaró marxista y miles de cubanos fugaron de la represión totalitaria. La división de la sociedad cubana entre revolucionarios y emigrantes opositores se consolidó.
Hoy Obama ha sentado las bases de un reencuentro progresivo de la “familia” cubana y una nueva oportunidad de progreso aceptando la legitimidad castrista aunque sin precisar el fin del bloqueo. A cambio, el Presidente no ha logrado otra apertura que no sea la que el propio régimen totalitario disponga.
En un continente que, a fines del siglo pasado, logró establecer un verdadero consenso liberal (ahora resquebrajado), el abandono de la apertura de Cuba a la discrecionalidad dictatorial y a una interpretación regresiva del pluralismo político ha sido, a nuestro juicio, un exceso.
Por lo demás, desde la perspectiva del Estado, el hecho significativo ha sido el restablecimiento de relaciones diplomáticas en julio del 2015. Ésta fue la acción política que puso fin al verdadero anacronismo de la diplomacia norteamericana (que no mantiene relaciones sólo con un puñado de países). Obama no deseó destacar este punto.
En lugar de ello subrayó que el anacronismo que se cancelaba era un remanente de la Guerra Fría. En realidad, la Guerra Fría, que terminó entre 1989 y 1991, no ha dejado herederos.
Y ciertamente Cuba tampoco heredó el carácter estratégico de su potencia mentora (la URSS). La “remanencia” cubana es más bien una referencia a la dimensión nacionalista de su calidad totalitaria, a su comportamiento divisivo e intervencionista y al “faro revolucionario” que sólo los menguados socios del ALBA le reconocieron.
El único carácter estratégico que retiene Cuba deriva de su condición geopolítica en el Caribe (impacto en las rutas de navegación que es necesario mantener abiertas) y de su predisposición subversiva (que, en tiempos de nuevas amenazas, es necesario prevenir).
En efecto, a pesar de la hipersensibilidad regional por Cuba, ni el Perú ni América Latina conceden hoy a la isla el carácter estratégico que tuvo como satélite de la URSS. Es bueno que Estados Unidos lo confirme porque en la región no deseamos que la política norteamericana hacia el área vuelva a diseñarse a propósito de Cuba no obstante que ciertos países la mantengan como referente.
Por ello hizo bien el Presidente Obama culminando su gira en la resurgente Argentina. Atender a la recuperación de esa potencia suramericana es tan importante como prevenir las incidencias del próximo cambio político- generacional en Cuba.
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