5 de Setiembre de 2006
El Primer Ministro ha incursionado en una nueva y flexible forma de atención de los asuntos contenciosos internos. Mediante el diálogo con los gremios ha resuelto problemas que incumben a la autoridad fiscal del Estado (la contribución minera derivada de ganancias extraordinarias) y al establecimiento del orden (la desactivación parcial la protesta minera que incluyó bloqueo de carreteras). Con la misma aproximación negociadora intenta ahora un diálogo con los gremios cocaleros para resolver asuntos vinculados a la aparente ineficiencia de la política antidrogas.
Estamos seguros que el Primer Ministro no espera del trato con estos últimos resultados similares a los obtenidos con los dos primeros por razones elementales que conciernen al tipo de actores implicados y a la creciente debilidad del Estado en la lucha contra el narcotráfico.
En efecto, si la definición de empresarios y obreros mineros es clara, legal y se enmarca en una actividad formal y legítima, la diferencia entre cultivadores legales e ilegales de coca está permeada por la predominante influencia de una poderosa actividad ilícita. Es en este ambiente brumoso que el gobierno debe trazar la línea en su compromiso de lucha contra el narcotráfico antes de avanzar en la atención de los requerimientos cocaleros: la eliminación de la erradicación no voluntaria, el veto a la autoridad (la dirección de Devida) y a sus instrumentos (las organizaciones encargadas de promover la sustitución de cultivos), la industrialización de la coca y el empadronamiento general o indiscriminado de cultivadores, entre otros.
En tanto estos reclamos implican debilitar la política antinarcóticos del Estado, influenciar su futura orientación y, eventualmente, promover una suerte de codirección de la misma, el Primer Ministro, en nombre del Estado, debe dejar en claro que su autoridad es incuestionable, que sus políticas pueden ser consultadas pero no determinadas por terceros y que a ese proceso no pueden concurrir agentes que han incurrido en ilegalidad manifiesta. Estamos al tanto de que la soberanía del Estado es relativa. Pero aún bajo esos términos, la que supone el establecimiento del orden interno no puede erosionarse aún más sin que la entidad estatal pierda competencias que le son inherentes.
Tener claridad sobre la competencia estatal es esencial especialmente cuando en un vecino (Bolivia) ésta ya ha sido cooptada por el sindicalismo cocalero mientras que, en el ámbito externo, el régimen jurídico que regula la lucha antinarcóticos ha sido puesto en cuestión con participación de organismos subregionales en el que el Perú participa (la CAN). Este es el caso de la iniciativa que la autoridad de la Comunidad Andina asumió durante el primer trimestre en Viena cuando amparó el interés del presidente Morales de que el régimen internacional de fiscalización de la hoja de coca se flexibilizara en el marco de la Convención Única de Estupefacientes de 1961 suscrito en aquella capital en el marco de las Naciones Unidas (y que fue modificado en 1972).
El planteamiento que se llevó a ese foro consistió en extraer a la hoja de coca de la Lista I de la mencionada Convención para inscribirla en la Lista III que admite un régimen interno más discrecional, con mayor propensión a facilitar el comercio de la coca y menor rigor en la obligación internacional de la fiscalización de su siembra, de su cuantía y de la advertencia pública de su riesgo. Ello se obtendría en el 2008. Si ello ocurre en el marco del debilitamiento institucional de la entidad comercializadora del Estado (Enaco), del incremento de la influencia de las regiones cocaleras en su dirección y de la inscripción indiscriminada de cultivadores en un padrón que ampliaría la cuantía de los cultivos, el Estado no sólo habrá perdido el control de su ya débil capacidad regimentadora en la materia sino que será más vulnerable a la presión por la legalización del cultivo bajo el pretexto de su “despenalización”.
Con una bancada cocalera en el Congreso cuya posición en la materia es gremial y una considerable capacidad de presión política interna y de apoyo externo (cercano a la organización que lidera el presidente Morales y a ciertos foros del que pueden no escapar ciertas vertientes del Parlamento Andino), el Estado incrementará considerablemente su vulnerabilidad frente al narcotráfico.
Estamos seguros de que el Primer Ministro no desea este resultado y que actuará en consecuencia. Ello implica distinguir entre la necesidad de mejorar la eficiencia de la lucha contra el narcotráfico de la perversa flexibilización de los débiles instrumentos estatales en la materia.
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