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  • Alejandro Deustua

México: Un Presidente Electo y una Gran Crisis en Proceso

6 de Setiembre de 2006



Dos meses después de celebrados los comicios electorales, México cuenta ya con un presidente electo… y con la persistencia de la peor crisis política desde el estallido de las revuelta de Chiapas en 1994.


Confirmando la votación popular del 2 de julio, el farragoso proceso de revisión de los comicios llevado a cabo por el Instituto Federal Electoral y el Tribunal Electoral del Poder Judicial mexicanos ha confirmado al señor Felipe Calderón como triunfador inapelable sobre el ex -candidato del PRD Andrés Manuel López Obrador (aunque sólo por 234 mil votos, ó 0.56%, de diferencia).


A pesar de que el señor Calderón ha triunfado con menos votos que los escrutados originalmente luego de que las instituciones electorales corrigieran las irregularidades detectadas (que fueron menores), el resultado es legal y legítimo.


Es legal porque las instituciones a cargo han llevado a cabo un proceso que, con los márgenes de error esperados en países en transición democrática, han cumplido con lo que la normativa mexicana manda.


Y es legítimo porque la mayoría de los mexicanos amparan el resultado: el PAN del señor Calderón ha llevado al Congreso 206 diputados que cooperarán con los 104 electos por el PRI sumando una mayoría cercana a los dos tercios requeridos para legislar en materias sustantivas, mientras el PRD ha sumado sólo 126 (en el Senado el PAN ha elegido 52 senadores, el PRI 33 y el PRD sólo 21). Por lo demás, según una encuesta del diario El Universal (referida por El País), 71% de los mexicanos se manifiestan en contra de la actitud contestataria del señor López Obrador (aunque sólo el 51% piensa que las elecciones fueron limpias). Sin embargo, la legalidad y la legitimidad del presidente electo no sólo no ha sido reconocida por su opositor sino que el ex-candidato del PRD ha llamado a la “renuncia” del mandatario que deberá asumir recién el 1 de diciembre próximo. Y para forzar la mano ha promovido abiertamente la “resistencia civil” y declarado la intención de formar un gobierno paralelo. En un ambiente en el que del 30% de los mexicanos que apoyan a López Obrador algunos se han permitido, eventualmente, la apología del golpe de Estado, la inercia sediciosa podría estar germinando en lo que, originalmente, pudo haber sido una justa protesta. Si esta dinámica cobra cuerpo, la división de la sociedad mexicana podría derivar no sólo en polarización asimétrica (la gran mayoría no apoya a López Obrador) sino en radicalización política extrainstitucional. Al respecto, parlamentarios del PRD ya han dado muestras de ello al impedir al Jefe de Estado en funciones, el señor Fox, cumplir con un mandato constitucional como es la presentación ante el Congreso de lo actuado en el año (el Presidente se vio obligado a cumplir cuasi-clandestinamente con esa obligación al presentarse, por breves momentos, en el Congreso empleando un helicóptero).


Este hecho incurriría en el ámbito excepcional de la tragicomedia si no fuera porque amenazas menores pudieran potenciarse: las viejas fuerzas de la subversión siguen presentes en México. Y éstas podrían concluir que el momento es propicio para pasar nuevamente a la acción. Ello no ha ocurrido aún en Chiapas (donde radica el EZLN) pero sí en el Estado de Guerrero (donde el ERP, entre otros grupos menores, tuvo sus bases). La intranquilidad social en México podría encontrar en estos grupos un atizador de conflictos. Pero este problema es menor que el riesgo de ingobernabilidad que afronta el gobierno del señor Calderón. Aunque una alianza entre el PAN y el PRI parece viable, una oposición radicalizada que recurra al boicot parlamentario y a la movilización callejera, tiene el potencial de maniatar efectivamente al gobierno. De allí que el presidente electo haya propuesto el diálogo con todos y, eventualmente, un gobierno multipartidario.


Sin embargo, en una señal de que ello pudiera no ser suficiente para calmar el apetito político del señor López Obrador, el ex canciller Jorge Castañeda acaba de recomendar en el New York Times la reducción del período de gobierno en México de seis a cuatro años, la participación del PRD en la reelaboración de las normas electorales y la aplicación por el señor Calderón de propuestas de gobierno del partido opositor (especialmente en el ámbito social) para generar gobernabilidad y estimular la participación del líder rebelde.


Ello puede ser sensato no sólo para viabilizar el gobierno del señor Calderón, sino para evitar que las fuerzas que han generado la crisis mexicana se proyecten sobre el resto de la región y compliquen, con las repercusiones del caso, el manejo de la economía de ese país (cuyo eje ya no podrá estar centrado, como lo estuvo, en el control de la inflación). En un contexto regional donde la democracia representativa está en cuestión y la viabilidad de ciertos Estados también, las fuerzas desestabilizadoras liberadas en México tienen la capacidad de retroalimentar las fuerzas antisistémicas ya arraigadas en Suramérica. Este es ciertamente el caso de las que gobiernan Venezuela (que tiene una relación privilegiada con Norteamérica) e indirectamente, el de Bolivia. Con un complemento perverso: un mayor empuje desestabilizador en este último país, aunque fuera contextual, podría complicar aún más el síndrome de inviabilidad que padece el Estado boliviano (la reactivación de la confrontación regional desatada por el control oficialista de la Asamblea Constituyente es un ejemplo adicional de su presencia). Y aunque la economía mexicana es sólida por el manejo disciplinado de la misma y los mayores ingresos derivados del incremento del precio del petróleo, la tendencia a su desaceleración (según la CEPAL México creció 3% en el 2005 vs. 4.2% en el 2004) podría incrementarse si el deterioro del ambiente político se incrementa. A ello debe agregarse la sensibilidad mexicana al comportamiento economía norteamericana (que también se está desacelerando y, dependiendo de cómo se comporte el consumo en un contexto de insostenibilidad del déficit de cuenta corriente y de mayores tasas de interés, puede deteriorar las exportaciones mexicanas que, en más de 80% están comprometidas con ese mercado).


Si esta vez la solidez financiera mexicana (US$ 74110 millones de reservas y una deuda pública reducida) no es el problema, el potencial deterioro del sector externo y el incremento de las demandas sociales que el señor Calderón tendrá que afrontar pueden complicar seriamente a México. Y si esta eventualidad se orienta hacia una crisis por causas políticas, ello tendrá impacto en el resto de la región (la historia de las crisis mexicanas, desde 1982, así lo demuestra). Para que ninguno de estos escenarios cuaje, los latinoamericanos no pueden demorar más el reconocimiento del gobierno del señor Calderón. Al margen de las cuestiones jurídicas (el reconocimiento de los gobiernos como distinto del reconocimiento de Estados), las simples felicitaciones a las que han procedido algunos gobiernos de la región no bastan.


A ello debe contribuir el Secretario General de la OEA sugiriendo que en el Consejo Permanente o de la Asamblea General se reconozca explícitamente la elección del señor Calderón y se llame la atención sobre el comportamiento del señor López Obrador. A estos efectos, la invocación de la Carta Democrática parece razonable.


De lo contrario, la recomendación del ex -canciller Castañeda de convocar a un grupo de ex -presidentes y de jefes de gobierno hemisféricos y españoles para que induzcan en el líder del PRD la moderación de su comportamiento será tan indispensable para México como demostrativo de la ineficacia del sistema interamericano en su rol de estabilizador democrático en el hemisferio americano.

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