Luego de apenas doce años de gobierno de la “oposición” (el PAN), el PRI regresa al poder en México. Pero el triunfo electoral del señor Enrique Peña Nieto, representante del oficialismo secular, no implica necesariamente una vuelta al pasado porque el escenario político y económico interno mexicano y el contexto global han cambiado fundamentalmente.
Sin embargo, es necesario estar atentos al empuje de la tradición. Ésta, independientemente de sus virtudes o defectos, mantiene ciertas pautas de comportamiento aun cuando la entidad que la practica se amolde al cambio de circunstancias. La pregunta relevante en México es, por tanto, cuánto habrá de nueva era en el gobierno del PRI que transitará por la huella de su vocación estatista, corporativista y de su institucional ejercicio coactivo del poder y cuánto habrá de orden democrático liberal y de apertura al mundo en ese gobierno si el PRI desea emprender otro camino.
La respuesta no es evidente a pesar de que el señor Peña Nieto se apunte a la segunda opción. De momento, ella se sustenta en las promesas del presidente electo de gobernar con transparencia y limpieza en el marco de una democracia “por resultados”. La dimensión tecnocrática de esa opción política hará sitio a una política social indispensable (reducir sustancialmente la pobreza -50%- y eliminar la denominada “pobreza alimenticia” quizás a la manera brasileña), a una política económica de estímulos (que, al margen del incremento competencia en el mercado -a pesar de la cohabitación con oligopolios bien establecidos-, supone mayor inversión pública en infraestructura, ampliar el rol de la banca de desarrollo y renovar la eficiencia de la mayor empresa pública –PEMEX- abriéndola a la participación privada) y a una política de seguridad que fortalezca más el rol central del gobierno en la lucha contra el narcotráfico.
Sin embargo, el lado menos verosímil de esa agenda radica en su marco general: una triplicación del crecimiento de la última década prometido por el señor Peña Nieto. La fuerte interdependencia entre la economía mexicana y la norteamericana supuso que la crisis de esta última impactara fuertemente en la primera limitando el crecimiento a un promedio de 2.3% entre el 2000 y el 2008 (por debajo del promedio latinoamericano de 3.2%). Pero cuando Estados Unidos crecía en la última década del siglo pasado, la economía mexicana se expandió a 3.5% entre 1990 y 2000 (por encima del promedio regional de 3.2%) señalando su potencial. ¿El presidente electo piensa que México puede crecer 9% y hacerlo al margen de Estados Unidos?.
Una meta de crecimiento asiático sencillamente no es posible en esa economía cuya perfomance sigue vinculada estructuralmente al ciclo estadounidense. Salvo que políticas expansivas basadas en el gasto superen los parámetros de lo sustentable y minimicen el rol de la inversión que hoy fluye potentemente a México.
Esa imprudencia resultaría en una burbuja de espantosas consecuencias. Sin embargo, ésta podría ser tentada expandiendo el gasto para cumplir la promesa de ampliar la seguridad social y otros estamentos previsionales. Bajo las circunstancias actuales no existe forma de financiar esas previsiones que no sea mediante un fuerte incremento tributario justo cuando se necesita promover la inversión para generar empleo.
Si el gobierno del señor Peña Nieto se conduce con la prudencia expansiva que el momento reclama, los afanes redistributivos proclamados en la campaña electoral serán satisfechos dentro de las limitaciones que conoce bien el equipo que acompaña al presidente electo. Éstas limitaciones se harán todavía más evidentes si el partido de gobierno se alía con el PAN para establecer una mayoría eficaz que hoy sería sólo sería simple en ambas cámaras del Congreso.
A ello, sin embargo, podría no responder necesariamente la bancada del PRI que estableció, para el período 2009-2012, que el rol del Estado y la orientación de las políticas fiscal y monetaria deberían cambiar sustancialmente a la luz de lo que, a su juicio, habría sido una pésima gestión económica del PAN en su dos gobiernos (los del señor Felipe Calderón y el señor Vicente Fox). Según el programa del PRI, ello implica recuperar el rol promotor del Estado (diferenciado del Estado propietario), que sería ejercido, sin embargo, mediante la “rectoría” estatal de la economía. Que en lugar de regulación de los “excesos del mercado” (que obviamente existen como consta en Estados Unidos y la Unión Europea) ese término implique viejo dirigismo en la asignación de recursos no queda claro.
El presidente electo Peña Nieto deberá esclarecer esta situación antes de asumir el gobierno si no desea que el “uso productivo del ahorro interno” (con que el PRI define el cambio de la política fiscal) o que el cambio sustancial de la política monetaria (orientada preferentemente a la creación de crédito barato como también propone ese partido) termine colocando al nuevo gobierno en el camino no deseado de retorno al pasado.
La tarea no debiera ser compleja para el señor Peña Nieto si éste recuerda que México salió de las grandes crisis de 1982 y 1994 luego de empujar a América Latina a la década perdida (en el primer caso) y después de que el gobierno norteamericano se viera obligado a rescatar la economía mexicana para salvar el acuerdo de libre comercio con Estados Unidos que entró en vigencia a principios de 1994 (en el segundo caso). La dimensión sistémica de esas dos crisis mexicanas, que impactaron fuertemente a América Latina, obliga al presidente electo Peña Nieto a brindar seguridades de que la influencia del PRI en el gobierno no contribuirá a recrearlas (especialmente cuando las elecciones norteamericanas de fin de año no reducen precisamente la incertidumbre sobre una eventual contracción derivada de políticas de control del déficit y de la deuda en la primera potencia).
Esta tarea debiera ser más fácil de resolver que el afloramiento de la propensión clientelista del PRI que, durante 70 años, se encaramó en el Estado y la sociedad mexicanos. La liberación de esa carga fue producto del impacto de la crisis de los 80 y de la apertura consecuente impulsada por los gobiernos de los señores de la Madrid, Salinas de Gortari y Zedillo en un contexto global de desregulación. La iniciativa no provino en ese caso precisamente del PRI.
Al margen de ello, las prácticas remanentes que éste pudiera albergar no debieran opacar, sin embargo, la necesidad mexicana de contar con un partido estructurado y moderno como podría serlo el PRI. Su nueva versión sería especialmente útil en un contexto regional de desafiliación partidaria y en un escenario mexicano calificado por la agresión del crimen organizado y del narcotráfico que desean quebrar al Estado. La nueva generación de ciudadanos y políticos mexicanos debieran facilitar la tarea del señor Peña Nieto en propiciar la emergencia de ese nuevo PRI y atajar los coletazos del viejo oficialismo del que el presidente electo quizás debiera alejarse.
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