17 de setiembre de 2024
A fines del siglo XX el Perú pudo superar una crisis existencial y adaptarse al inicio del cambio del sistema internacional estableciendo nuevos fundamentos económicos, de seguridad y de inserción externa. Un liderazgo “pragmático” y decidido capaz de torcer limitaciones ideológicas y éticas “tradicionales” y la consistente cooperación y comprensión internacionales fueron esenciales en ese proceso.
La lucha por la sobrevivencia nacional y la inauguración del “momento unipolar” que extendía el poder occidental bajo el liderazgo norteamericano definieron, de manera inseparable, la conducta del gobierno.
Así, mientras el “pragmatismo eficaz”, de Alberto Fujimori pudo zafarse de los requerimientos legales y políticos “tradicionales” del orden interno vigente (el autogolpe de 1992 fue aceptado por más de dos tercios de los peruanos), la OEA obligó a retomar la vía democrática. De otro lado, la indispensable “reinserción” fue funcional a exigencias propias de la expansión del liberalismo en el mundo y a su normativa económica multilateral.
Y en el ámbito de seguridad, la lucha contra el terrorismo recibió cooperación externa aunque alterada por denuncias de orden humanitario y por cierta falta de la solidaridad (países europeos que no capturaban a senderistas en su territorio, p.e). Inicialmente la lucha contra el narcotráfico encabezó la relación de mutua conveniencia con Estados Unidos replanteada en un acuerdo con esa potencia en 1995 que incluía el desarrollo alternativo y no sólo la erradicación de cocales.
Pero si la interacción internacional imponía limitaciones al pragmatismo de Fujimori para lograr el rápido cambio estructural sin importar el costo, aquellas limitaciones fueron también fruto de la inconsistencia fujimorista entre sus más cautelosas propuestas iniciales y la forma radical que adoptaron.
En efecto, si la campaña fujimorista se caracterizó por su visceral oposición al ajuste y a las reformas liberales que proponía el Fredemo, al asumir el gobierno Fujimori sostuvo que la lucha contra la inflación acumulada del último quinquenio (2’200,000%) requería del cuestionado “shock” y que éste sería contundente en el marco de un esquema de estabilización de varios frentes.
Por lo demás no sólo la tecnocracia “neoliberal”, tendencia antes criticada por Fujimori, producía resultados (en 1992 la inflación se había reducido a 4% mensual y se habían acumulado US$ 1500 millones de reservas antes inexistentes) sino que ésta se benefició de la experiencia de otras esfuerzos de estabilización y ajuste en el área realizados bajo dictadura (Chile) o en democracia (Bolivia, 1985 y México, 1982) en el marco de la “década perdida”. Esos aportes no fueron mencionados en su momento.
Como tampoco lo fueron los esquemas vinculados al “Consenso de Washington” (1989) cuyo insumo era moneda corriente implicando la participación de la banca multilateral empezando por el FMI. El rápido contacto con esa entidad facilitó la estabilización promovida por un Grupo de Apoyo liderado por el Banco Mundial. Ello llevó a acuerdos de préstamos con el BID, el FLAR y, finalmente, con los miembros del Club de París (1991-1996) (IPE). La disposición nacional a normalizar vínculos y obligaciones con la comunidad internacional, luego de haber sido el Perú declarado inelegible en 1986, no hubiera sido posible sin la predisposición e interés de los acreedores.
Ese esfuerzo se arriesgó con el autogolpe de 1992 que sedimentó el rol de la Fuerza Armada en el gobierno y terminó de cooptar las instituciones. Éste fue censurado en la reunión por la OEA en Bahamas disponiéndose, bajo los términos de la defensa colectiva de la democracia (Declaración de Santiago, 1991, que el Perú firmó), el retorno a ella en corto plazo a través del CCD contando con la disposición cooperativa de Fujimori. Si bien ésta generó la Constitución de 1993, aprobada por referéndum, la disposición autoritaria continuó. Y hasta logró renovado respaldo con la impecable operación de Chavín de Huántar de 1997 a pesar del malestar emergente. Ese operativo cerró con éxito la lucha contra el terrorismo de la época.
Ésta, sin embargo, había empezado también con contradicciones. En 1990 Fujimori la había iniciado con cautela progresista aludiendo a la “violencia estructural” que impulsaba la “violencia subversiva”. Luego la alusión al terrorismo dejó todo subterfugio fortaleciendo su combate con políticas “integrales”. Entre ellas se privilegió el rol de los servicios de inteligencia (que lograron la captura de Abimael Guzmán en 1992) y la cooperación de milicias armadas campesinas como expresión de la participación de la sociedad.
Ese año, los términos de la muy beneficiosa apertura comercial se consideraron incompatibles con el arancel externo común que debía configurar la unión aduanera andina. Ello produjo la suspensión de la participación nacional en un esquema de integración que el Perú había patrocinado. Aunque a diferencia de Chile, el retiro fue temporal, la crisis permanente de esa agrupación no ha podido solucionarse.
Si la solución de crisis era un activo del gobierno fujimorista, la distracción de las capacidades militares por las exigencias internas contribuyó a la ofensiva bélica ecuatoriana en 1995. Fujimori no dilató el conflicto y, con los garantes del Protocolo de 1942, los diferendos pudieron ser definitivamente solucionados en 1998.
Posteriormente, el Perú y Chile lograron dar final “ejecución” a los asuntos pendientes del Tratado de Lima de 1929 cerrando, en 1999, el escenario de divergencias continentales con ese vecino. El estímulo del acuerdo de complementación económica de 1998 mejoró significativamente la relación con ese vecino.
Antes, en 1992, la relación con Bolivia había alcanzado un punto zenital con la suscripción de los acuerdos de Ilo que facilitaban a ese país el acceso libre a instalaciones portuarias en el Pacífico y una zona franca industrial y otra turística. Lamentablemente el acuerdo no fue adecuadamente implementado.
Y en 1998 el Perú accedió a la APEC.
En ese marco de acción diplomática redoblada, resulta inexplicable que el gobierno fujimorista hubiera procedido, después del autogolpe de 1992, a un cercenamiento ilegal del servicio diplomático mediante un proceso turbio. Más allá de que algunos funcionarios merecieran la separación, en ese momento fue la sociedad civil -y específicamente, casi la totalidad de los ex -cancilleres- los que protestaron por esa afectación corporativa.
Finalmente, el presidente que había articulado el proceso de reconstrucción nacional y la lucha contra la corrupción, terminó cuestionándolos mediante su íntima vinculación con Montesinos y con su escape a Japón, la renuncia por fax, su postulación a un cargo legislativo en aquél país y su asilo en Chile.
Hoy los urgentes problemas del Perú son distintos pero pertenecen a las mismas áreas: débil crecimiento en vez de hiperinflación; narcotráfico, minería ilegal e inseguridad ciudadana en vez de terrorismo; Estado ineficiente en lugar de postración estatal; corrupción generalizada. Al respecto no debiéramos esperar otra crisis existencial para entonces combatirla. Menos ahora que el sistema internacional se desordena mientras aquí se pretende neutralidad o alineamiento alternativo de carácter conflictivo disfrazado de cooperación.
Comments