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  • Alejandro Deustua

La OEA y Cuba

La derogación de la disposición de Asamblea General de la OEA que suspendió la participación de Cuba en el sistema interamericano en 1962 efectivamente concluye con la remanencia de la Guerra Fría en América. Sin embargo, las condiciones generales que esa Asamblea General convino para un eventual retorno de ese Estado a la organización hemisférica se alejan, por su deliberada imprecisión, del consenso regional de la década pasada sobre el carácter de los regímenes políticos de sus miembros. Ello confirma la quiebra de ese consenso.


Si bien la Guerra Fría concluyó con la caída del muro de Berlín en 1989, la reunificación de Alemania en 1990 y el derrumbe soviético de 1991, en América se mantuvo una disposición generada en los peores momentos de la confrontación bipolar. El marco general de esa situación no fue coyuntural, como se cree.


En efecto, desde 1954 los Estado americanos ya había resuelto que el comunismo era una amenaza real para la estabilidad en la región. El régimen castrista confirmó que esa opción ideológica se expresaba materialmente apelando, bajo protección soviética, a toda forma de hostilidad contra los Estados del área. La contrapartida de esa realidad fue la proliferación de dictaduras antilberales y su resultado, una profunda polarización regional. . En la Asamblea General de Honduras esa realidad no fue considerada. En lugar de ello, las potencias latinoamericanas exhibieron sus credenciales de pasada neutralidad mientras que otros fundaban la derogación de la Resolución de 1962 en la “injusticia” padecida por Cuba. En ese escenario los que votaron originalmente por esa Resolución no tuvieron demasiado protagonismo.


En el campo de los que agregaron a la voluntaria amnesia colectiva la alabanza del totalitarismo castrista se encontraron los miembros del ALBA. La presidenta de la Asamblea fue reiteradamente explícita al respecto. En consecuencia, si la nueva Resolución se adoptó por “aclamación”, ésta no se fundó en el consenso ideológico. Su racionalidad, por tanto, resultó debilitada.


A morigerar esa fragilidad no pudo ayudar la representación de Estados Unidos. El requerimiento de no abrir una polémica sobre los antecedentes de lo que se votaba obligó al representante norteamericano a justificar su decisión aprobatoria “mirando al siglo XXI”. Ello parecía acertado si esa representación no complementaba su decisión con la falta de convicción en la enunciación de los principios por los que se rige la carta de la OEA.


En efecto, la alusión a la Carta Democrática sólo fue referida en la interpretación norteamericana de los “principios, prácticas y objetivos” de la OEA y no en la Resolución misma. Como es evidente, los países del ALBA desconocen la defensa colectiva de la democracia representativa en el área, mientras que sus vecinos ya no insisten en ella.


La confirmación de la quiebra del consenso democrático-representativo en el Hemisferio ha sido complementada por la caribeñización de la agenda interamericana y por la instalación de un pseudo-pragmatismo en la relación interestatal en el área.


Aunque lo primero no es bueno para Suramérica debiera permitir que el alivio de la tensión cubano-norteamericana se refleje en una distensión equivalente en la región. Para que ello ocurra, sin embargo, los Estados deberían actuar amparados prioritariamente por sus intereses nacionales concretos con el fin de organizar un nuevo equilibrio. Pero ello no será posible porque la ideología, y no sólo el poder tradicional, permea la conducta en los Estados de conducta revolucionaria que desean un orden socialista en el área.


Como esa disposición tiene un componente transnacional, el nuevo orden regional difícilmente se logrará en base al respeto de los principios de no intervención.

Sin un balance de poder adecuado y con una nueva contienda ideológica en ciernes, la región ha confirmado su falta de cohesión. Y éste sigue encontrando en el alineamiento de varios Estados con el régimen castrista, antes que con Cuba, buena parte de su explicación.



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