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  • Alejandro Deustua

La Cumbre Iberoamericana De Santiago

Todo ámbito que debe ser gobernado debe recurrir a la eficiente reunión periódica de sus autoridades si ambiciona algún resultado. Ésta es la preocupación central de las denominadas "reuniones cumbre" donde los jefes de gobierno o de Estado toman decisiones para la adecuada marcha del régimen internacional del que son responsables.


Pero como ocurre con cualquier emprendimiento, el buen resultado depende del compromiso del gestor, la calidad de la agenda y de la importancia que se asigne al ámbito que se desea gobernar. Pero aún contando con esos requisitos, el esfuerzo conjunto puede no resultar del todo satisfactorio en términos de acuerdos colectivos. En ese caso siempre es posible aprovechar la ocasión para solucionar problemas entre los miembros que no logran encontrar otra oportunidad para tratarlos (el caso de las denominadas "reuniones en los pasillos") o para generar mayor espíritu de cuerpo (la llamada "socialización").


Por su naturaleza estas reuniones no suelen lograr resultados de corto plazo, salvo quizás en su momento inicial. Y a veces se logra la apariencia de eficacias cuando se confronta a la distancia crisis generalmente exógenas que, muchas veces, importan más compromisos verbales o de principios que verdaderos esfuerzos colectivos. Ciertamente éste no es el caso de "cumbres" excepcionales como las que deciden el resultado de un conflicto mayor (p.e. la de Yalta).


En tanto el ámbito temporal de las "cumbres" es normalmente el largo plazo, la importancia del resultado tiende a ser medida más por la jerarquía de los participantes, la trascendencia del escenario que pretenden gobernar y el valor político que se atribuye a la cohesión de los miembros.


En América Latina las "cumbres presidenciales" esas categorías han ido perdiendo trascendencia. Esa erosión ha sido impulsada, a su vez, por la rutina inoperativa, por el escaso grado de cumplimiento de cumplimiento de los acuerdos que se adoptan (que además, suelen ser cada vez más genéricos y reiterativos) y hasta por la erosión de sus principios. Eso ocurre hoy en las cumbres subregionales (las de la Comunidad Andina y del MERCOSUR), las regionales (la del Grupo de Río, p.e.) y las que ya no se llevan a cabo (las del ALCA, pe.).


Sin embargo, las necesidades de status y de inserción externa de los Estados latinoamericanos siguen generando altas expectativas en relación a ciertas "cumbres" extrarregionales. Éste es el caso de las próximas reuniones América Latina-Unión Europea y de la APEC a realizarse en Lima en marzo y noviembre próximos. Aunque con mucho menor perfil, y a pesar de su importancia civilizatoria, es también el caso de las cumbres iberoamericanas.


Como es conocido, la última versión de éstas ha sido opacada por la prepotencia agresiva de Hugo Chávez que, como de costumbre, puso sus mejores esfuerzos en provocar a algunos de los concurrentes principales: las autoridades españolas que, junto con las portuguesas, intentan reanimar el multidimensional vínculo latinoamericano con el interlocutor europeo que marca nuestra esencialmente nuestra cultura e identidad.


Los integrantes de ese espacio iberoamericano (que realizan estas reuniones desde 1991 y cuentan con una secretaría ejecutiva desde el 2003) pretenden afianzarlo a través de agendas orientadas a la solución de problemas "reales" antes que mediante la invocación de principios generales. En tanto estas reuniones se realizan con una periodicidad anual, las agendas no pueden reinventarse. Su reiteración, por tanto, es un costo que lamentablemente la escasa capacidad operativa no alcanza hoy a sufragar bien. Éste es el caso del problema de la cohesión social latinoamericana que fue motivo central de la reciente reunión de Santiago.


Aunque ésta culminó con un Programa de Acción, los compromisos de la Declaración Final no pudieron evitar la redundancia propia de un problema irresuelto. Y su afán de distinción, evidenciado en el extensísimo motivo de la convocatoria ("Cohesión social y políticas sociales para alcanzar sociedades más inclusivas en Iberoamérica"), tampoco pudo evadir, aunque lo intentó, la realidad de que éste es un problema que ya está en la agenda internacional desde el 2000 (los Objetivos de Desarrollo del Milenio comprometidos en el marco de la ONU) y que lo seguirá estando como elemento articulador en la próxima Cumbre América Latina-Unión Europea.

En consecuencia, no había necesidad de perder tanto tiempo en asegurar que la cumbre deseaba instalar ese propósito en la agenda multilateral (y menos relacionar su solución a escenarios que no están funcionando adecuadamente como la Ronda Doha de la OMC). Sí era necesario en cambio reforzarlo a través del compromiso de dos o tres políticas claves teniendo en cuenta la diversidad de orientaciones que organizan hoy el escenario latinoamericano. Y sin embargo se prefirió hacer un largo listado de intenciones (crecimiento, desarrollo sostenible, empleo decente, problemas de género y generacionales, atención a problemas globales y fortalecimiento del multilateralismo).


Ese resultado no ha ayudado mucho a mejorar la credibilidad de las "cumbres" y tampoco a resolver uno de sus problemas fundamentales: el incremento de sus tendencias fragmentadoras estimuladas hoy por gobiernos como el venezolano, el boliviano o el nicargüense. Esta situación deberá cambiar si los Estados que se consideran miembros de un espacio iberoamericano tienen clara su pertenencia.



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