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  • Alejandro Deustua

La Controversia Peruano-Chilena

Pocas veces ocurre que lo que nos es adverso sea considerado una ventaja. Esto es lo que ha sucedido con la respuesta de la cancillería chilena a la nota peruana solicitando negociaciones sobre delimitación marítima: la ratificación pública y por escrito de que no hay asuntos pendientes en esa frontera sustancia, en la perspectiva de Torre Tagle, la controversia que el Perú desea formalizar al respecto.


Desde ese punto de vista, los resultados esperados de la negativa chilena han fundamentado la posición jurídica peruana en términos de la formalización del diferendo y ha abierto el escenario a la aplicación de los mecanismos de solución de controversias explícitamente previstos por el derecho internacional público: desde los buenos oficios, la mediación y el arbitraje (Carta de la ONU y Pacto de Bogotá) hasta el alternativa jurisdiccional ante la Corte Internacional de Justicia.


Por lo demás, esta innovación se ha producido resguardando la buena fe entre las partes –el supuesto implícito en la sugerencia peruana de los 60 días para la respuesta chilena-, los términos de cooperación y amistad que califican al resto de la relación bilateral y, especialmente, la definición por el Perú de la naturaleza fundamentalmente jurídica de la materia.


Estas categorías debieran lograr mantenerse en el largo plazo que durará el proceso teniendo en cuenta que lo que está en juego es un interés primario, permanente y específico. Pero precisamente la naturaleza del interés involucrado –que se identifica con la soberanía territorial– tiende inercialmente, y a la luz de la historia bilateral, a desbordar el ámbito meramente jurídico de su defensa. Difícilmente éste podrá mantenerse al margen de una natural preocupación militar ni del ámbito de la influencia de la opinión pública. Por ello, será necesario que las partes fortalezcan los canales clásicos de comunicación y la prudente reserva que imprime el control diplomático a la materia.


En lo que hace a la formas, este requerimiento debe evitar tanto el oscurantismo con que se manejó el tema hasta la década de los 90 (las gestiones llevada a cabo desde 1986 fueron tratadas casi como un secreto) como los excesos de la publicidad (emplear los comunicados de prensa como modus operandi es una imprudencia inconsistente con la tradición diplomática peruana).


En lo sustantivo, si el Perú considera la materia esencialmente jurídica entonces las autoridades responsables deben fortalecer su articulación con el derecho internacional público pertinente. Ello implica la adhesión, a la brevedad posible, al régimen universal que rige el sector: la Convención del Mar. Este tratado, el más importante acuerdo multilateral suscrito en el ámbito de la ONU (1982) hasta la fundación de la OMC, contiene las normas y los procedimientos válidos para más de 150 países sobre delimitación del mar territorial, la zona económica exclusiva, la plataforma continental y hasta para la relación con la alta mar, entre otros asuntos. Si, además, los criterios de la equidistancia y de equidad que la Convención establece para la delimitación del mar territorial y de la zona económica exclusiva corresponden a los de la posición peruana, resulta irracional persistir en la marginación nacional de ese régimen.

Por lo demás, si el Perú está planteando un requerimiento de definición de soberanía a Chile (y la delimitación lo es), resulta un contrasentido que el Estado se mantenga al margen de las normas universales que establecen los términos de vinculación con el derecho internacional reclamados para el ejercicio adecuado de la soberanía relativa. Más aún cuando la contraparte chilena sí ha suscrito la Convención y, en consecuencia, forma parte de la comunidad internacional correspondiente.


De otro lado, corresponde al interés nacional peruano mantener su especificidad. En consecuencia, bajo ningún punto de vista éste debe aparecer comprometido, ni sustantiva ni circunstancialmente, con el problema de la mediterraneidad boliviana. Sin embargo, el reciente reclamo peruano se ha planteado en circunstancias en que la intensidad del reclamo del vecino tiende a dominar el escenario. Para defender mejor el interés nacional el gobierno debe tomar los pasos necesarios no para desmerecer la relación con Bolivia pero sí para fortalecer la vinculación con Chile en lo que se conoce como la agenda positiva (lo esencial de las agendas económicas y de seguridad desarrolladas desde 1999 en adelante) con el propósito de singularizar, en ese marco, el problema.


Por lo demás, la solución jurídica de un tema de fronteras entre dos medianas potencias suramericanas que han sostenido una relación de competencia en el Pacífico sur –y que ahora tiende hacia la cooperación– requiere una mayor preocupación nacional por lograr un adecuado equilibrio estratégico dentro de términos de interdependencia creciente entre ambas. En su ausencia, la estabilidad requerida para un buen trato de la materia corre el riesgo de activar el desequilibrio existente como elemento distorsionador de la relación bilateral.


Finalmente, si estamos frente a un problema cuya solución supone el largo plazo, es necesario plantearse ese horizonte temporal sin obviar la gradualidad necesaria para lograrla.

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