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Alejandro Deustua

Inmundicia en la Alianza

21 de febrero de 2023



Los acuerdos regionales de integración, que hoy dan cuenta fundamental de parte del comercio global, fueron originalmente normados como excepciones a las reglas internacionales de comercio. Su propósito original fue el de favorecer el crecimiento de las economías menores, superar escenarios críticos (problemas de postguerra, p.e.) o, en el caso de CEPAL, ampliar el mercado para el arraigo de procesos nacionales de sustitución de importaciones.


Ellos debían generar bienestar y desarrollo en un marco no discriminación a partir de zonas de libre comercio que transitarían a instancias superiores de integración.


Al tanto del poco dinamismo de la integración andina, que hoy registra bajísimos niveles de exportaciones intra-regionales, Perú, México, Colombia y Chile crearon, en 2011, la Alianza del Pacífico. Ésta debería promover, más flexiblemente, la libre circulación de bienes, servicios, capitales y personas y constituir un eficiente centro de articulación política y de generación de comercio, competitividad y proyección en la Cuenca del Pacífico.


El potencial de la Alianza quizás se debía menos a sus dimensiones que a su gran atractivo. Éste se basaba en la calidad de la membresía: democracias arraigadas (o en proceso de consolidación), eficiente libre mercado (estabilidad de las reglas de juego) y proyección geoeconómico en el escenario marítimo de mayor perspectiva.


El prestigio internacional de la Alianza se expresó en la gran proliferación de Estados observadores (eventualmente, 61) y su capacidad de atracción de inversiones (con 4.3% del total y 8o receptor mundial en 2014-2019) antes que en el volumen de su comercio intrarregional (escaso debido a economías de baja complementariedad).


Hoy, con la proyección de crecimiento de la economía mundial cayendo (2.9%) y la de Latinoamérica creciendo por debajo de la global (1.8%) (FMI), la Alianza del Pacífico debiera poder atenuar el impacto de un ciclo contractivo y asegurar un mejor futuro que el 2.1% de crecimiento que ofrece el 2024. Pero la Alianza ha decaído y se ha ensuciado.


Ello se debe a los estragos de la pandemia y de la guerra en Europa del Este. Pero también a la emergencia de gobiernos en Perú, México, Colombia y Chile (los socios de la Alianza) con vocación de romper las reglas de juego.


A ello se ha agregado la falaz recusación, por dos socios del grupo, del legítimo gobierno del Perú y a la ilegal negativa del presidente de México a entregar formalmente la presidencia pro témpore de la entidad a nuestro país. Además de ese acto irreflexivo e irracional, la actitud de ese mandatario implica la violación de la norma del Acuerdo Marco de la Alianza (que es un tratado aprobado por el Congreso) que establece ese traspaso es automático, anual y por orden alfabético.


Esclavo de su capricho e ignorancia, López Obrador no sólo pretende consultar a un fantasma (el Grupo de Río que dejó de existir) sino que el Consejo de Ministros de la Alianza (que debiera convocarse para evaluar el incumplimiento del Acuerdo por México) le importa un bledo.


Su desprecio por los principios de fiel cumplimiento de tratados y de no intervención (tan caro para la tradición mexicana de política exterior) es de tal naturaleza que pretende orquestarlo para sabotear al gobierno peruano y defender a Castillo.


Rebajado a ese nivel el respeto por un socio de la Alianza, debe recordarse que López Obrador no ejerce un gobierno suficientemente democrático (acusa de traición, como Ortega, a sus opositores -LAT-) ni es ciertamente impoluto.


En efecto, en medio de un pantano de carteles del narcotráfico, de la plaga homicida del crimen organizado (más de 72 mil asesinatos en los primeros dos años de gobierno de AMLO-El Economista-) y de la gran corrupción que envenena a México difícilmente puede decirse que López Obrador haya consolidado el Estado de Derecho en su país. En consecuencia, utilizar el caso peruano para pretender la defensa de la democracia no es más que un sangriento ardid.


Lo mismo puede decirse del Sr. Petro que pretende en Colombia -otro socio de la Alianza- la “paz total” con grupos terroristas y guerrilleros y que podría ser también un mecanismo de exculpación de propias tropelías. En efecto el Sr. Petro no sólo fue miembro activo del M19 cuando ese grupo terrorista hurtó de la espada de Bolívar que Petro exigió para su entronización sino que su organización asaltó, en 1985, el Palacio de Justicia de su país (1985) al costo de las vidas de alrededor de un centenar de colombianos.


Estos no son detalles de baja política sino diagnóstico de criminalidad y de ausencia de Estado de Derecho en México y en Colombia. En efecto, el Índice Global de Crimen Organizado de 2022 ubica a México y Colombia en los puestos 2 y 4, respectivamente, entre 193 países afectados por ese tipo de delincuencia (Perú aparece en el puesto 26 y Chile en el 125).


Si ello no habla bien de la Alianza del Pacífico, ciertamente descalifica a los presidentes de México y Colombia como examinadores del Estado de Derecho y la democracia en el Perú.


Sanear esos defectos sustanciales y rescatar a la Alianza, que tiene aún el potencial de beneficiar a sus integrantes en tiempos difíciles, debiera ser el trabajo prioritario de esos mandatarios. Pero su irracionalidad y deshonestidad se lo impiden.


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