El 7 de febrero se dio inicio en Ecuador a una numerosa serie de elecciones presidenciales y legislativas en América Latina. En principio, esos procesos debieran atenuar el ruido político que, en un escenario de mortandad pandémica, fragmenta incrementalmente a la región y desestabiliza a sus Estados.
Sin embargo, el riesgo de que esos procesos electorales no devuelvan la estabilidad necesaria al subcontinente no es de poca monta si se tiene en cuenta la pérdida generalizada de representatividad política en la región y la emergencia potencial de gobiernos aún más débiles.
En Ecuador así lo indica el frondoso número de organizaciones participantes (16) en la primera vuelta y la improbabilidad de que el ganador en la segunda pueda formar gobierno con sus propias fuerzas políticas.
Esa experiencia puede replicarse en Perú y Chile cuando, también el 11 de abril, se efectuarán elecciones generales en Perú y se elegirá en Chile a los constituyentes que, en Asamblea distinta al Congreso, se encargarán de redactar una nueva Constitución.
La segunda vuelta ecuatoriana se realizará sin que hasta hoy, 10 de febrero, se sepa qué candidato acompañará a Andrés Arauz (representante del expresidente Rafael Correa e insuficiente ganador de la primera) en la contienda. A la fecha la pugna voto por voto entre los candidatos Yaku Pérez (del movimiento indigenista Pachacutik) y Guillermo Lasso (exbanquero cercano al Opus Dei) no ha culminado.
La gran divergencia ideológica entre tales postulantes sumará a la debilidad derivada de la gran cantidad de partidos que estuvieron y están en liza, la precariedad de las alianzas que el ganador deberá forjar.
Tal precariedad representativa –un signo de los tiempos- se manifestará aún con más fuerza en el Perú en tanto son aproximadamente 23 partidos los que competirán este 11 de abril en elecciones generales. Los fundamentos políticos necesarios para superar la crisis económica y sanitaria que nos envuelve no anuncian acá posibilidades de un gran consenso nacional al tiempo que los factores aglutinadores de esa convergencia son de baja intensidad.
Finalmente, también en esa fecha se elegirán en Chile a los constituyentes que deberán forjar una nueva ley fundamental. A pesar del plebiscito en que se fundamenta ese proceso, el origen real de la Asamblea tampoco es el acuerdo nacional sino la violenta crisis política que, en severos episodios, se ha expresado recientemente en ese país.
Bajo estas condiciones, la renovación democrática en esos tres Estados andinos no pareciera ser un sólido contribuyente al fuerte crecimiento esperado por el FMI en la región este año (Latinoamérica 4.1%, Perú 9%, Chile 5.8%). En los países mencionados el “rebote” económico se produciría, entonces, a pesar de un clima político en el que las divergencias entre los actores y el riesgo político se mantienen (aunque quizás a la baja). Por tanto, la dimensión inercial del “rebote” cobrará mayor peso.
Pero si el consenso es improbable en los países mencionados, no es imposible. A diferencia de Venezuela o Nicaragua, éstos son países democráticos que aún no cortejan al autoritarismo. Ese terreno común, sin embargo, no debe sobrevalorarse en tanto la fragmentación social y política en ellos es una realidad que golpea en escenarios precarios cuando la democracia en el mundo sigue perdiendo terreno.
En efecto, en el ámbito global la tendencia democrática cuajó en el 2020 su peor resultado desde el 2006. Y si Chile que es considerado por el índice de The Economist como una democracia plena, a nadie escapa los niveles de violencia que acompañan a la protesta social en ese vecino.
Y si Perú y Ecuador califican como “democracias defectuosas” (como la mayoría en Suramérica) éstas pueden deteriorarse aún más si la crisis sanitaria y económica no se remonta. Salvo que los actores políticos asuman esa calificación como un escalón a superar cumpliendo con tareas pendientes en la realización de mejores procesos electorales, gobernabilidad, cultura y participación política y libertades civiles (los criterios de EIU).
En el Ecuador, algunas de estas divergencia podrían atenuarse si la responsabilidad se impone. Por ejemplo, la tendencia socialista del candidato Arauz podría lograr convergencias significativas con la versión indigenista y eclógica de Yaku Pérez a pesar de que el antagonismo entre esos dos movimientos está arraigado.
Pero quizás eso sea mucho esperar en tanto que las diferencias de modelos de desarrollo planteados por los “correistas” y la CONAIE (la base indigenista del movimiento Pachacutik) son sustanciales. Como lo es también su aproximación a la explotación petrolera favorecida por Arauz y cuestionada por Pérez. Pero si las alianzas potenciales fueran viables, la alternativa Arauz-Pérez parece menos inverosímil que la alianza de Arauz con Lasso tan claramente adherido al conservadurismo del Opus Dei.
Al respecto es necesario recordar que los términos de inserción ecuatoriana en el mundo son comandados por la exportación petrolera. Entre el 2004 y 2014, los réditos de esa fuente facilitaron el gobierno de Correa permitiendo una fuerte inversión pública en infraestructura. Y aunque hoy siga siendo una principal fuente de ingresos, los beneficios del petróleo se han reducido considerablemente al ritmo del descenso de los precios de ese combustible y en momentos en que los grandes consumidores de energía ya dan cuenta de la necesidad de incrementar las fuentes renovables y limpias.
De otro lado, si bien la dolarización de la economía ecuatoriana ha permitido que los precios internos no se disparen, el hecho es que, careciendo de política monetaria, Ecuador tiende a incrementar su dependencia del financiamiento externo (el FMI ha facilitado US$ 6500 millones para cerrar brechas fiscales) y también su disposición a renegociar la deuda.
Por el contrario, Perú y Chile no sólo tienen mucho mejores fundamentos económicos sino que mantienen algún espacio fiscal para afrontar crisis (aunque esa ventana puede irse cerrando en el futuro).
En cualquier caso, el escenario menos riesgoso para Perú y Chile en relación al Ecuador sería el que pudiera plantear racionalmente Arauz y hasta Lasso si se tiene en cuenta el grado de influencia política que conlleva la carga identitaria de las facciones que apoyan a Pérez. El triunfo de este último fortalecería, en cambio, las dinámicas irracionales y antisistémicas que representó el chavismo en el ALBA. En ese caso la nueva vertebración ecuatoriana con Venezuela y Bolivia (y eventualmente de Argentina) cavaría una zanja adicional en Suramérica.
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