Aunque los términos que fijó Alfred Nobel para la concesión del premio que lleva su nombre en el ámbito de la paz sólo requerían que el ganador hubiera realizado esfuerzos importantes en la promoción de la fraternidad internacional, el desarme y le realización de foros ad hoc, el hecho es que ese galardón se ha otorgado, generalmente, a personas o instituciones que han realizado acciones específicas de gran impacto en este campo durante un tiempo.
Y en lo que hace a la concesión del Premio a gobernantes norteamericanos (Teodoro Roosevelt y Woodrow Wilson), éste se concedió en razón de logros concretos de gran envergadura como la negociación del tratado de paz que puso fin a la guerra entre Rusia y Japón de 1904-1905 (el caso de Teodoro Roosevelt) o el establecimiento de un régimen global multilateral (el caso de Wilson y la Liga de las Naciones de 1919).
Es más, en el caso del Secretario de Estado Henry Kissinger, el Premio se concedió por las negociaciones de paz con Le Duc Tho que pusieron fin a la guerra de Viet Nam a pesar del compromiso de Kissinger con los conflictos de la Guerra Fría.
Nada parecido ha sido realizado aún por el Presidente Obama. Al respecto el Comité noruego que otorga el Premio puede considerar que éste hoy no se entrega en razón de algún hecho concreto sino al mérito de un proceso iniciado por el presidente norteamericano. En efecto, según el Comité, el Premio se ha concedido como resultado del “extraordinario esfuerzo” desplegado para fortalecer la diplomacia y la cooperación entre los Estados por el mandatario norteamericano.
Ese esfuerzo se sustenta, según el Comité, en la promoción del cambio del clima internacional mediante el estímulo del multilateralismo, de la negociación diplomática y de nuevos esfuerzos por el desarme nuclear. Según el Comité, ello se ha reflejado en la recuperación del rol de los Estados Unidos en la comunidad internacional.
Si, en ese contexto, el Comité ha interpretado literalmente el mandato de Alfred Nobel, el Premio está bien concedido. Pero el asunto es menos claro si se toma en cuenta la práctica del Nobel: para merecerlo no basta el planteamiento de una política exterior ni el anuncio de un conjunto de intenciones cuya compleja realización tomará ciertamente más de los nueve meses que el presidente norteamericano lleva en el cargo.
Y menos cuando Estados Unidos lucha (como debe) por mantener su status en el sistema internacional y por sostener su ventaja estratégica y está embarcado en una guerra regional que no debe perder. Y a pesar de que, bajo su iniciativa, la cooperación económica ha logrado batir la crisis económica y el G20 ha emergido como nuevo foro de coordinación económica, la primera potencia no ha dado muestras aún de mucho interés en ejercicios comerciales multilaterales (la Ronda Doha) ni por concretar, en el corto plazo, la ampliación del Consejo de Seguridad (los cambios en instituciones como el FMI y el Banco Mundial, de otro lado, supondrán sólo un reajuste de participación del 5%).
De otro lado, el inicio del repliegue de Irak es un hecho loable pero que debe mucho a la evolución de los acontecimientos antes de que Obama llegara al poder. Y si las negociaciones con Irán y Corea del Norte no son una novedad (y distan aún de un horizonte exitoso), la aproximación con Rusia es en este campo quizás el cambio más saltante.
Ciertamente, estas tareas realizadas y pendientes no descalifican al Presidente Obama como merecedor del Nobel, pero sí atenúan el mérito del Premio. Especialmente cuando éste parece otorgado a una política exterior y tiene, en consecuencia, algo que ver con el acarreo de apoyo internacional hacia la misma a pesar de ciertas carencias.
En el caso de América Latina éstas no son pocas. Al margen del inveterado lamento sobre la falta de prioridad latinoamericana para la Casa Blanca, el Presidente Obama no ha logrado siquiera hacer aprobar la candidatura del nuevo Subsecretario para Asuntos Hemisféricos. Por lo demás, en Centro América, ámbito de directa influencia norteamericana, el caso de Honduras sigue un curso anárquico mientras que, en el Caribe, Fidel Castro es el que más entusiasmo muestra por las múltiples posibilidades que, a su juicio, permite al dictador la administración Obama. De otro lado, Suramérica (salvo por Colombia) parece más distante de Estados Unidos y del sistema interamericano que bajo la administración anterior.
En tanto el Nobel es una poderosa fuente de influencia global y su dimensión, ciertamente, va más allá del arbitrio de los parlamentarios noruegos, la evaluación externa de su concesión es legítima. En tanto Estados Unidos sigue siendo el baluarte de Occidente y, a pesar de él mismo hoy, el líder hemisférico, nos alegramos por la noticia. Pero el sustento de lo que ella encierra no es firme. Y lo será menos si el Nobel se convierte en una camisa de fuerza para el presidente Obama.
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