Si el liderazgo se califica por la influencia, es evidente que el debilitado liderazgo internacional de Estados Unidos está sometido hoy a considerables restricciones internas y externas.
En el ámbito interno, el debate sobre el tipo de liderazgo que Estados Unidos debe ejercer se está replanteando en términos clásicos. Éstos, desde hace un buen tiempo, derivan de dos interrogantes. El primero, que corresponde a escenario de apertura, indaga si Estados Unidos debe liderar a través del activismo internacional cuya variable más radical es el dinamismo intervencionista. El segundo, que pertenece al ámbito del aislacionismo, plantea si la primera potencia debe limitarse a ser sólo una pasiva referencia global. Este debate, que restringe la eficacia del liderazgo norteamericano, parece ya incorporado al proceso electoral en ese país añadiendo, en consecuencia, una limitación adicional.
En el ámbito externo, es evidente que las restricciones al liderazgo de los Estados Unidos provienen principalmente de las complicaciones del escenario iraquí. A pesar del consenso global sobre la necesidad de luchar contra el terrorismo y de la coincidencia occidental sobre la universalidad de sus valores, esos fundamentos de la política exterior norteamericana han perdido también capacidad de proyección debido al creciente costo bélico.
A ello debe agregarse, sin embargo, por lo menos un par de adicionales restricciones externas. La primera es de carácter estructural y parece vinculada a la emergencia (o reemergencia) de nuevas potencias en el sistema internacional y el incremento de la capacidad de bloqueo de las que no lo son. La segunda proviene del creciente "antinorteamericanismo" del que dan cuenta encuestas tan serias como las que producen Pew o el Financial Times.
Estas últimas (pero especialmente la encuesta Pew sobre potencias mayores) registran una mala imagen de Estados Unidos (y, por lo tanto, de su política exterior) aún entre socios próximos como lo europeos (en América Latina, la encuesta reconoce como excepciones a Perú, Chile e, increíblemente, a Venezuela refiriéndose quizás a la oposición). La sensación de inseguridad que esa política traduce no se extiende, sin embargo, ni a la cultura norteamericana ni su capacidad de creación de conocimiento.
La encuesta no da cuenta, sin embargo, de los requerimientos extremos que orientan la política exterior norteamericana desde el 11 de setiembre del 2001. Y, aunque no lo dice, parece orientada a indagar sólo un estilo de comportamiento externo antes que el sustento del mismo en un marco de desaprobación de otras potencias.
Desde nuestro punto de vista ello tiene más que ver con el maniqueísmo con que el Presidente Bush planteó la "guerra contra el terror" desde el 2001: la admonición al mundo "están con los terroristas o están con nosotros" ciertamente no atrajo a quienes ya estaban comprometidos en la lucha contra esa amenaza global. La permanencia en el tiempo de esa actitud y su traducción en la acción produjo el efecto que ahora señalan las encuestas.
Ello ha ocurrido a pesar que la estrategia de seguridad en que descansa la política exterior de la primera potencia establece ciertas premisas destinadas a lograr consenso y confianza entre interlocutores no radicalizados. Entre ellas se encuentra, por ejemplo, la correspondiente a la promoción de la democracia (que, en el marco de valores universales, debe respetar las condiciones propias del lugar donde ésta debe arraigarse) o la misma lucha antiterrorista (que, privilegiando la cooperación, recurrirá al unilateralismo como última alternativa).
Sin embargo, la retórica de esa política y su modus operandi han dado otra impresión. La opinión pública, olvidando que ésta es producto del gobierno, ha cargado la responsabilidad al Estado englobando al conjunto en el sentimiento definido como "antinorteamericanismo".
En el caso peruano, ello no se ha traducido en el retiro del apoyo al TLC (uno de los baluartes de la política norteamericana hacia el Perú) el que, según las encuestas locales, es mayoritario. Para que ese apoyo no revierta y el liderazgo de Estados Unidos no complique acá las posibilidades de cooperación, el TLC debe ser aprobado por el Congreso norteamericano sin más dilación.
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