El 6 de junio de 1944, desde las playas de Normandía, los aliados lanzaron la ofensiva occidental que permitió recuperar Europa del totalitarismo fascista. Una guerra mundial que involucró a casi todo el orbe, comprometió la plenitud de los recursos militares, económicos y políticos de los beligerantes y terminó en la derrota de un régimen que pretendía establecer un nuevo sistema internacional a través del imperialismo militar empezó a ser ganada. La confrontación contemporánea de una amenaza global como el terrorismo –aunque sea ésta hoy la más peligrosa- ciertamente no tiene ni la naturaleza, ni la escala, ni el ámbito de la feroz confrontación que engulló al mundo entre 1939 y 1945.
La distinción entre una contienda sistémica convencional y una no convencional no sería aquí necesaria si el presidente de la gran potencia decisiva en las dos guerras mundiales del siglo XX no deseara, en el siglo XXI, establecer imposibles sinonimias entre unas y otras y, justificar, menos alegórica que políticamente, la denominada “guerra contra el terrorismo”.
Ni por un momento ponemos en cuestión la magnitud de la amenza terrorista, ni dudamos de la necesidad del compromiso internacional requerido contra este desafío, ni dejamos de valorar el sacrificio de los que luchan contra él en el terreno. Pero nos parece que utilizar las motivaciones de la segunda guerra mundial y la memoria de los que cayeron en esa conflagración para brindar cobertura ideológica y estratégica al conflicto en Irak es un exceso que supera a todos los demás cometidos en este último escenario. Resulta comprensible que el presidente norteamericano emplee el aniversario del desembarco aliado en Normadía –el Día D- para fomentar la menguada cohesión de la alianza atlántica y hasta para motivar a los suyos. Pero una cosa es la diplomacia requerida para acercar a la “vieja Europa” a los Estados Unidos y otra inventarse racionalidades que tienen otra vocación. Si del ataque del 11 de setiembre surgió la doctrina del ataque preventivo, de las extraordinarias complicaciones del escenario iraquí no puede nacer una nueva doctrina militar que otorgue, digamos, a la OTAN, un irrefrenable rol global.
Antes de insistir en este tipo de licencias, Estados Unidos tiene varias tareas pendientes. En primer lugar, establecer un orden razonable en Irak con el apoyo expreso del nuevo gobierno local y el mandato explícito de la ONU (tal como viene siendo requerido en el Consejo de Seguridad). En lugar de apresurarse a asegurar que se retirará del terreno si ello le es solicitado por el gobierno iraquí o cuando se venza determinada fecha, Estados Unidos debe procurar el concurso legítimo de otras fuerzas para evitar que Irak degenere en una guerra civil. Si no lo hace, no sólo el conjunto del Medio Oriente se convertirá en el avispero que es hoy Irak sino que la incapacidad ordenadora del hegemón generará, a falta de otra fuerza estabilizadora, mayor desorden global.
En segundo lugar, el presidente Bush –y el Consejo de Seguridad de la ONU- debe explicar cómo se generaron fallas de inteligencia tan graves que comprometieron no sólo la decisión de ir a la guerra en búsqueda de armas inexistentes, sino la autoridad del conjunto del Ejecutivo norteamericano que se presentó en la ONU y hasta la de los miembros del Consejo de Seguridad cuyas resoluciones dieron cuenta de esas armas. La progresiva pérdida de credibilidad de los sistemas de inteligencia de la superpotencia y del órgano multilateral debe ser corregida si no se desea que la incertidumbre reinante se transforme en desconfianza recurrente en el sistema internacional.
En tercer lugar, Estados Unidos debe procurar controlar ese insaciable mecanismo de chantaje global que es el conflicto palestino-israelí mediante la activación del “Cuarteto” (la ONU, Rusia, la Unión Europea y Estados Unidos) el que debe ejercer eventualmente atribuciones coactivas no parcializadas en la zona.
Finalmente, la abstracta “guerra contra el terrorismo” –que se presta para todo- debe ser entendida como la lucha contra grupos terroristas con nombre propio a la que, además del Estado, los mecanismos regionales de seguridad colectiva deben contribuir con mayor entusiasmo promoviendo la cooperación extraregional. Para que ello ocurra con eficiencia, la lucha contra el terrorismo debe ser desideologizada, su globalidad segmentada y los esfuerzos nacionales respetados. Y ciertamente reconocer, al respecto, que no estamos en un nueva guerra mundial.
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