La diplomacia multilateral es compleja por naturaleza. La pluralidad de sujetos que la conducen y los lentos procesos que desarrolla así lo determinan. Su proclividad consensual la torna morosa alejándola de resultados inmediatos. El mediano y el largo plazo son sus ámbitos habituales especialmente cuando carece de objetivos específicos o éstos son muy dilatados.
Por oposición, una de sus variables, la diplomacia “plurilateral” que se define por la especialización temática y/o la reducción de actores, debería arrojar resultados más expeditivos. Especialmente si el ámbito de su ejercicio queda circunscrito por parámetros regionales. No es este caso de la cumbre de la APEC, de la cumbre Iberoamericana y de la reunión de ministros de Defensa de las Américas que acaban de realizarse en Santiago de Chile, San José de Costa Rica y Quito, respectivamente.
En efecto, ninguna de las tres reuniones ha resuelto problemas inmediatos, ha mejorado significativamente el rol específico de sus integrantes ni perfeccionado la dimensión regional en que se enmarcan. Si descontamos la lenta consolidación regional que la reiteración de las cumbres otorga al ámbito de la cuenca del Pacífico, al euro-latianoamericano y al hemisférico como escenarios plurilaterales, estas cumbres deben ser evaluadas por tediosos razonamientos: el incremento socializador (la oportunidad de los participantes para reiterar los contactos entre sí), la consolidación de objetivos de larga duración (la liberación del comercio intra-Pacífico, la afirmación de una identidad civilizatoria entre España, Portugal y América Latina, la lenta construcción de un régimen de seguridad colectiva americana en la perspectiva de la defensa) y la realización de logros bilaterales. Todo lo demás es carísimo oropel.
En efecto, la cumbre de la APEC de Santiago puede haber congregado a 21 economías que producen el 47% del comercio global, integran a 2500 millones de personas y ostentan un PBI de US$ 19 millones de millones de dólares responsables de la mayor parte del crecimiento internacional, pero no es mucho lo que sus presidentes han logrado colectivamente en su 17ª reunión. Dentro de los grandes temas vinculados al incremento del comercio y de las inversiones, a la promoción de la seguridad y al fortalecimiento de la gobernabilidad de sus miembros, la Declaración de Santiago no ha reflejado grandes logros concretos.
En cambio sí se han reafirmado procesos de negociaciones comerciales (el apoyo a la ronda Doha, a los acuerdos de libre comercio como partes del proceso de liberalización global –recientemente criticados por el Banco Mundial- y el fortalecimiento de las capacidades gubernamentales), compromisos generales de seguridad (la lucha contra el terrorismo en las áreas del control financiero, aduanero y de barcos mercantes) y voluntades de fortalecimiento institucional (compromiso contra la corrupción y por las reformas estructurales). Pero no se ha avanzado gran cosa en el asunto principal: la liberalización del comercio entre los países desarrollados de la zona el 2010 y entre los países en desarrollo en el 2020 (Bogor).
Sin embargo, la cumbre APEC sí ha servido a los intereses políticos de sus participantes singulares. A Estados Unidos, por ejemplo, la cumbre APEC ha permitido el estreno plurilateral del segundo mandato del presidente Bush que se inicia oficialmente el 20 de enero. Y en lo bilateral, el encuentro de ese Jefe de Estado con mandatarios de grandes y medianas potencias como Japón, China, Rusia, Austaralia y Canadá ha sido incontroversialmente facilitado al tiempo que ha permitido la realización de la primera visita oficial del presidente norteamericano a un país latinoamericano (Chile). Para el organizador, la reunión ha servido de excelente resorte posicionador en la Cuenca. Y para países chicos participantes, como Perú, la oportunidad de cerrar tratos bilaterales ha sido plurilateralmente promovida (los compromisos negociadores de acuerdos de libre comercio con China y Singapur, por ejemplo).
Para nuestro país, además, la cumbre APEC ha abierto un marco para localizadas innovaciones geoeconómicas que, bajo otro contexto, hubiera merecido quizás morosa atención. En efecto, si la articulación continental de la macroregión Sur está progresando (el eje IIRSA que conecta el Acre brasileño con Ilo y Matarani) resulta indispensable mejorar los términos de su proyección hacia la cuenca del Pacífico. La coordinación con Chile para lograr un mejor acceso a los mercado de la zona en el marco de la APEC es un gran paso adelante a este respecto.
Pero ¿lo es el compromiso de un acuerdo de libre comercio con una potencia como China que todavía dirige centralmente sus flujos económicos? A las asimetrías propias de la dimensión de mercado se suma acá la calidad controlista del interlocutor que, por naturaleza, podrá defender mejor sus intercambios que un país pequeño y abierto como el Perú. Sin embargo, el costo de no proceder en ese sentido cuando el vecino ya empieza a negociar con ese interlocutor es la disminución del acceso (especialmente si se exportan los mismos productos) y la postergación del posicionamiento estratégico. En este caso, la oportunidad de la Cumbre ha acelerado la adopción de una decisión que quizás hubiera sido más cautelosa en otras circunstancias. He allí un ejemplo de la dimensión de su impacto.
Con menores resultados –y también con menor perfil debido a la falla diplomática que permitió la coincidencia en la misma semana de dos reuniones del mismo nivel- ha concluido la XXI Cumbre Iberoamericana en San José. En efecto, en lo concreto ésta ha servido para consolidar “logros” singulares. Así, por ejemplo, ha servido para que, la siempre punzante participación cubana –el único país de la Comunidad que suscribe principios democráticos al tiempo que los desprecia- lime colectivamente asperezas con Panamá anulando mutuas recriminaciones por indultos a terroristas. Y también para que, frente al escaso perfil de la reunión, el ministro de Relaciones Exteriores español considere apropiado recordar la relevancia geoestratégica de la asociación entre Europa y América Latina.
En efecto, aunque nuestra región no tenga una prioridad objetiva para la Europa de los 25, el señor Moratinos ha destacado que esa importancia se mide por el hecho de que Europa coloca 20% de la asistencia al desarrollo en esta parte del mundo (extrañamente no mencionó la dimensión de la inversión directa) y por la negociación de acuerdos de libre comercio con MERCOSUR y la Comunidad Andina. Éstos no sólo han cobrado nueva relevancia sino que han innovado las normas europeas en la materia (en efecto, la negociación con la CAN se llevará a cabo a pesar de que ésta no ha consolidado su proceso de integración en una unión aduanera).
Si lo primero es más bien una muestra de la subsidiariedad latinoametinamericana en la atención europea, lo segundo tiene trascendencia mayor. En efecto, si la UE culmina acuerdos con la CAN y el MERCOSUR luego de haber suscrito similares instrumentos con México y Chile, aquella entidad será para América Latina (salvo por Centroamérica) la segunda potencia que se vincula a nuestra región como un todo (la otra es Estados Unidos que cuenta con Centroamérica pero aún no con el MERCOSUR, aunque persigue el ALCA). En el marco de las divisiones europeas por la interacción norteamericana (la “vieja” y la “nueva” Europa), este vínculo comercial tiende a consolidar la relación de los dos continentes que integran Occidente. Este anclaje es fundamental para establecer cuál es la prioridad latinoamericana justo cuando una circunstancia, como la cumbre de la APEC, quisera, en la percepción de algunos, poner en cuestión esa filiación.
La importancia estratégica de esta situación, sin embargo, no resta preocupación a la escasez de la agenda de la cumbre de San José. Aunque la educación –el punto principal de la agenda- es una variable fundamental para el desarrrollo de nuestros países, ésta no es la única que define la identidad civilizatoria regional. Peor aún, los requerimientos de la educación no han sido adecuadamente atendidos en tanto los compromisos adoptados son fundamentalmente políticos y declarativos.
Quizás la chatura de contenidos de las cumbres iberoamericanas sean un ejemplo prototípico de cómo aquéllos erosionan la credibilidad y arraigo de estos procesos. A pesar de ello, éstos son prueba también de su capacidad inercial para organizar normativa y consuetudinariamente un escenario diplomático. Como resultado se tiene que frente a la proyección asiática de la región, la activación de ese escenario sirve para recordar su anclaje occidental. En esta perspectiva, aunque con distintas intensidades, el proceso de cumbres iberoamericanas cumple funciones equivalentes a las de la francofonía y de la mancomunidad británica en tanto instrumentos de vinculación de la periferia con los ex-centros coloniales ligados por una identidad civilizatoria que las cumbres reconfirman estratégicamente.
De manera similar, la sexta conferencia de ministros de Defensa americanos realizada en Quito, es ejemplo de cómo la reiteración de patrones de comportamiento diplomático tiende a generar una identidad colectiva aunque los intereses en discusión no sean precisamente idénticos. En efecto, frente a la dilación del proceso de redefinición de la seguridad colectiva interamericana en el marco de la OEA, las reuniones americanas de ministros de Defensa están generando la confianza requerida para reformar el régimen de seguridad hemisférica. Al hacerlo, fijan principios (la subordinación de la fuerza armada al poder civil, el compromiso con la democracia representativa), normas (la catalogación de amenazas colectivas –como, p.e., las globales-) y roles (las fuerzas armadas deben confrontar esas amenazas –ahora subrayadas por el terrorismo y el narcotráfico- más allá de que las partes discrepen sobre si estas fuerzas deben ocuparse o no de cuestiones vinculadas a la seguridad interna).
Al igual que en los otros procesos, sin embargo, el consenso operativo es más difícil de lograr que el normativo. El ejemplo más notorio no es la oposición de algunos participantes y observadores a la aparente confusión normativa entre seguridad y defensa sino el disenso operativo sobre, por ejemplo, el tipo de apoyo que se debe prestar a Colombia cuando se reconoce, al mismo tiempo, que ese socio está amenazado. La renuencia de los miembros a ver en esa amenaza una amenaza a la seguridad colectiva que involucre a todos es un problema que tiene que ser resuelto. Para ello es necesario distinguir entre el temor que despierta la predisoposición intervencionista norteamericana de la real agresión narcoterrorista. Si la confusión de estos planos es catalizada por la desconfianza de las fuerzas armadas latinoamericanas sobre los roles que, en su percepción, pretenden atribuírseles, de esa desconfianza aprovecha la organización narcoterrorista. La resolución de este problema es, en consecuencia, urgente.
Aunque las reuniones de ministros de Defensa no contribuyen aún suficentemente a ese resultado, en el largo plazo estas conferencias irán decantando la predisposición a una mayor cooperación intraregional operativa. La atención al largo plazo en desmedro de los requerimientos inmediatos son costos que, como en el caso de las otros cumbres, vale la pena sufragar siempre y cuando se logren resultados bilaterales complementarios en el proceso (como, p.e., la reunión entre los presidente Bush y Uribe que confirma la cooperación efectiva entre Estados Unidos y Colombia) y se establezcan, progresivamente, los principios y mecanismos de los regímenes que se desea lograr.
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