Mientras que en Santiago los presidentes del Perú y Chile buscan una agenda de futuro que fortalezca el Pacífico suramericano, ha muerto en Cuba, sin herencia democrática, un ícono del pasado comunista latinoamericano.
La coincidencia entre la desaparición de un dictador marxista que durante medio siglo se apoderó del destino de los cubanos y del sueño de la izquierda regional y el encuentro entre gobernantes liberales que intentan dejar atrás una historia de desconfianza bilateral no es una banalidad.
Y menos cuando se comparan los modelos que representaron Cuba y Chile en la región como como opciones setenteras entre una economía anacrónica, cerrada y centralmente planificada y otra moderna, abierta y tecnocráticamente desregulada.
Entre ellas el Perú quiso encontrar, en un militarizado modelo de sustitución de importaciones, una tercera opción sólo para toparse con la necesidad reformista que impuso la crisis de la deuda y con la crisis total que estimuló la plena apertura.
En ese trance Cuba, desprovista del sustento soviético e incapaz de sufragar su universal empleo público, se permitió una derrota adicional: el disfrute particular de los beneficios del agro manteniendo la propiedad estatal y la titularidad individual de pequeños negocios.
Aunque el Estado siguió siendo en Cuba el actor económico omnipresente apuntalado por el hoy menguante petróleo venezolano, la percepción externa prefirió ver en esas reformas impuestas por la necesidad, una luz de libertad en lugar de un mero señuelo. Salvo por el cambio de actitud que anuncia el Presidente electo Trump y por el anacronismo de los miembros del ALBA, la comunidad internacional ya no ve en Cuba un modelo económico que deba ser coactivamente suprimido o que pueda inspirar. Su actitud está más predispuesta a la asistencia compasiva (que podría ejercerse con mayor recaudo) y a la explotación de las escuetas oportunidades en la isla.
A su vez la versión del liberalismo económico que impusieron los tecnócratas chilenos durante la dictadura, fue flexiblizándose durante la gestión de la Concertación mientras en la región la apertura avanzaba generando convergencia en el área y después fricción con el estatismo renaciente en ella. El ejemplo más evidente de lo primero es hoy la Alianza del Pacífico.
En ese proceso Chile atenuó su condición de referencia liberal y pasó a ser un socio en el Pacífico antes que un modelo suramericano. El desafío ya no era el modelo cubano sino al rudimento chavista y el de sus aliados.
Por lo demás, la Presidente Bachelet optaba ahora por la distribución socialdemócrata en lugar del laissez faire para disminuir la desigualdad y alejarse de la impronta pinochetista. Las reformas laboral (que impulsa a los sindicatos), tributaria (que grava más a los que más tienen) y universitaria (que establece la gratuidad de la enseñanza superior), el fracaso de ciertas instituciones propias del modelo chileno (las AFP) y la protesta social han restado identidad a la referencia económica del vecino.
Y la corrupción sumó a la erosión del modelo económico el deterioro de la virtud política.
En ese plano demitificado y en un contexto internacional deteriorado se entrevistan Kuczynski y Bachelet. De cara al futuro, una matizada asociación liberal los impulsa a confrontar la amenaza proteccionista. Si ello implica integración y hace sitio al rol del Estado, la defensa sensata del interés nacional debiera llevarlos también a solucionar asuntos pendientes que no pueden ser ocultados.
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