17 de febrero de 2023
En una entrevista con Wiliam Bucley Jr. el gran Borges afirmó que, a diferencia de media docena de anglosajones, Suramérica no había producido escritores de “importancia para el mundo” salvo para sus países de origen. Ni Fuentes, ni Paz, ni Carpentier, ni García Márquez (la entrevista se realizó después de la publicación de Cien Años de Soledad) se salvaron de esa admonición.
Quizás Borges habría cambiado de parecer si se hubiera enterado de que Vargas Llosa había ganado, luego, la máxima distinción universal (el Premio Nobel) que el argentino no anhelaba pero tampoco despreciaba. Y su opinión, para su sorpresa, probablemente habría mutado adicionalmente, si hubiera atestiguado la incorporación del escritor peruano a la Academia Francesa creada por Richelieu cuando el Estado Nación y la Razón de Estado estaban en formación.
Al margen de que esta referencia nacionalista fuera aprobada, Borges se habría inquietado también por otra variable imprevista. Si él consideraba que la opinión de los escritores era, por mutable, intrascendente, y la obra era lo significante, la magnitud universal de la obra de Vargas Llosa lo hubiera obligado, quizás, a reconocer que la opinión tenía un grado de trascendencia. Especialmente si era la suya que, al evaluar el “caso Vargas Llosa,” se hubiera visto obligado, quizás, a reconsiderar su entendimiento sobre la influencia de la literatura “suramericana” en el mundo.
Es decir, que Vargas Llosa se sumara a Gabriela Mistral, Pablo Neruda y Gabriel García Márquez en el reconocimiento universal del Nobel hubiera reportado para Borges el hecho de que la obra de los escritores suramericanos (acompañados por Octavio Paz y Miguel Ángel Asturias) requería de un cambio de la métrica con que el genial argentino medía la contribución literaria de suramericanos y latinoamericanos “al mundo”. Pero, claro, sobre la materia él podría haber argumentado que, como en el caso de la democracia, el número de premios Nobel suramericanos era también un insignificante “exceso de la estadística”.
Aún así, Borges habría registrado el hecho de que el “caso Vargas Llosa” añadía valor al argumento de la importancia literaria del sur del continente americano: su incorporación a la Academia Francesa implicaba que Francia recurría a un nuevo rasero, también de trascendencia universal, que testimoniaba la realidad de la “civilización latina” (que implica a Italia) y la reiteración de su trascendencia. La incorporación al cenáculo lingüístico francés de un hispano-peruano que sólo había escrito en español pero que se había cultivado en la admiración y análisis de la literatura francesa daba cuenta de una latinidad excelsa, palpable y menos gramatical.
Borges, que además de genio literario, era un hombre honesto, habría tomado nota de esta hecho extraordinario en el que el sujeto que renovaba el valor y proyección a una civilización europea más allá de sus fronteras, no era un poeta o novelista anglo-parlante que él admiraba tanto, sino un escritor mestizo que escribía en el español ríspido que, según él, era la característica del idioma castellano.
Si el talento de Vargas Losa agregó esa condición áspera a la dimensión de la civilización latina más allá de los casi 600 millones de hispano-parlantes y de los 170 millones de francófonos en el mundo, ése escritor mercería una especial consideración que habría que reconocer. Para comenzar, la de su propia y esforzada trayectoria hacia la trascendencia cosmopolita.
En efecto, su origen provinciano, su formación limeña y sanmarquina a la que Porras Barrenechea contribuyó notablemente, su dura e idealista forja parisina, su consagración latinoamericana en Cataluña, sus académicos periplos londinenses, berlineses y norteamericanos y su evolución ideológica marcada por Sartre y Camus y también por La Habana y Praga ciertamente habrían mostrado, también para Borges, la valiosa trayectoria de Vargas Llosa, desde lo local hasta lo universal.
La evolución temática del personaje tampoco habría pasado desapercibida para el argentino universal. Menos si ésta oscilaba entre polos: de una lado, el de la crítica a la cultura unidimensional de la milicia, la recusación de la dictadura, del colonialismo y de la “cultura del espectáculo”; y del otro, el elogio de la libertad, del poder de voluntad, del individualismo y de las culturas francesa e hispana sin desmerecer a ninguna (y mucho menos a la anglo-sajona).
Es más, para Borges quizás no habría sido un dato menor el hecho contemporáneo que indicaba que pertenecer a la Academia Francesa era también ejercer el “poder blando” de Francia al punto de ampliar la frontera del nacionalismo cultural y lingüístico galos a una esfera civilizatoria más acorde con su historia.
En efecto, si a la Francia napoleónica se le atribuye la invención del término “Latinoamérica” como estrategia cultural funcional a su ambición geopolítica en este continente en disputa con el predominio inglés (y también español), Borges habría reportado ese desafío a la estética y los valores del Imperio Británico en las Indias Americanas.
En esa contienda ideal, la Academia Francesa y Vargas Llosa han retomado la ofensiva civilizatoria en el marco de Occidente con una membresía que honra a franceses y a latinoamericanos. Y no sólo por la merecida distinción al gran escritor sino por lo que ella implica como renovado crisol cultural centrado en un peruano, reconocido por Francia y España como semblanza de un mestizaje que tiene en el Pacífico sur suramericano un sólido cimiento en que todos debiéramos reencontrarnos.
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