Luego de una década como Primer Ministro, Tony Blair ha anunciado su retiro del cargo. Si en junio próximo el jefe de gobierno del Reino Unido dejará el número 10 de Downing Street cabe preguntar si lo mismo ocurrirá con el "nuevo laborismo" que en 1997 desplazó no sólo a 18 años de gobierno conservador sino al thatcherismo radical y si éste dejó una nueva impronta socialdemócrata en la Unión Europea y en regiones como América Latina.
Si la reciente victoria del neogaullista Nicolás Sarkozy en Francia puede responder a esa pregunta en lo que importa al rol de los partidos socialistas europeos, esa respuesta pareciera negativa. Ésta, sin embargo, podría ser distinta si la evaluación de la influencia del "nuevo laborismo" se hace en torno a las propuestas de la "tercera vía" de Anthony Giddens cuyo best seller finisecular el autor acaba de resumir en El País.
Los criterios evaluatorios del gobierno laborista del señor Blair propuestos por el señor Giddens son, entre otros, los que corresponden al desempeño económico como condición previa a la redistribución de beneficios, la atención específica y sectorial de la justicia social, la ocupación del centro político y el desarrollo de una política exterior "activista".
A juzgar por esos criterios generales, proponer que el gobierno del señor Blair no ha sido exitoso parece errado. En efecto, durante su período la economía británica ha sido una de las locomotoras europeas, Londres se ha consolidado como una de las sedes mejor reconocidas del mercado de capitales, el consumo es alto y el empleo también (a mayor abundamiento, los franceses migran al Reino Unido en busca de trabajo calificado).
Según el discurso oficial ello se ha traducido en mayor gasto eficaz en salud y educación con participación privada y en la reducción de la pobreza (2 millones reincorporados) con resultado exitoso. Por lo demás el centro político lo ocupó el señor Blair desde que éste decidió, antes de hacerse con el gobierno, el abandono de la política de nacionalizaciones y de otras prácticas similares del viejo laborismo.
En todo caso, el caso descontento económico en el Reino Unido parece medirse hoy menos por la pobreza que por la inequidad en la redistribución de beneficios (los más ricos han aprovechado extraordinariamente más y mejor la expansión económica). De otro lado, el descontento social parece más inducido por los problemas generados por la desadaptación de minorías (como los migrantes) en un contexto innovado por el conflicto externo (el terrorismo y su dimensión musulmana) que por la contienda de clases.
Si ello no contribuye a la cohesión "nacional" británica, el orden interno ha dado un salto cualitativo con la "devolución" de poder parlamentario a Escocia y Gales y, especialmente, con la solución del sangriento conflicto de Irlanda del Norte.
A pesar de ello, el grado de aceptación del señor Blair ha caído estrepitosamente. Ciertamente ello no puede deberse ni lo anterior ni a una política exterior que incrementó su aproximación a la Unión Europea (aunque sin involucrarse más profundamente como lo muestra su alejamiento de la Constitución europea y su persistencia en su exclusión del sistema del euro), que incrementó su preocupación por los problemas globales (como el medio ambiente y la pobreza cuya versión más reciente fue la reunión del G8 en Gleneagles) o que participó activamente en las campañas pacificadoras de Bosnia, Kosovo y Sierra Leona.
Sin embargo, si esta última disposición intervencionista mostró el lado popularmente aceptable del interés del Estado en materia bélica, su lado más crudo -la guerra de Irak (no la de Afganistán) y su fuerte alianza con Estados Unidos- fue el golpe mayor a la credibilidad del Primer Ministro.
Ello ciertamente es injusto si se tiene en cuenta que la "relación especial" entre el Reino Unido y Estados Unidos es una realidad tan arraigada como la alianza establecida entre Churchill y Roosevelt durante la Segunda Guerra Mundial y tan dinámica como la desarrollada durante la Guerra Fría. A propósito de Irak, el señor Blair mantuvo rigurosamente el curso de un interés nacional bien establecido a pesar de que su interlocutor preferido, el ex-presidente Clinton había sido reemplazado por su antítesis ideológica, el Presidente Bush cuando surgió la crisis. En consecuencia, sostener que el Reino Unido se involucró en la guerra a la manera de un subordinado norteamericano es tan irresponsable como ignorante.
No lo es, sin embargo, la forma, digamos, desatenta, cómo el Primer Ministro procesó la información que sentó las bases de la guerra y su escasa disposición a rectificarse luego de que ésta se probó errada. Si es verdad que en la organización de la información participó la comunidad internacional (la ONU, a través de sus ambiguos investigadores), la recurrencia a ella, la mala conducción de la campaña militar, los costos de la misma y la posterior sensación de derrota mellaron seriamente el liderazgo del señor Blair.
Si los que, desde el exterior, apoyamos públicamente la guerra al principio y sostenemos hoy la necesidad de estabilizar el escenario antes emprender el retiro tenemos una sensación de engaño por la manipulación de inteligencia estratégica con fines bélicos, ciertamente entendemos, quizás con mayor claridad, el profundo malestar de los ciudadanos de los Estados que participan en el conflicto. Ese malestar ha sido el gran hoyo en que se ha hundido la popularidad del Primer Ministro.
Esa particular gestión del interés nacional, no obstante, no ha eliminado el peso ni la influencia del señor Blair. En su versión preconflicto, ésta llegó a América Latina como un instrumento de racionalización del cambio de los partidos socialistas y social-demócratas latinoamericanos. Quizás éste haya sido extemporáneo en tanto la reforma económica había ya sido emprendida en la región por partidos de esa ideología (el caso de la Concertación chilena o del presidente Cardoso en Brasil) mientras que otros (como el APRA) diseñarían su propia versión de pragmatismo imbuidos menos de los postulados del "nuevo laborismo" que de los requerimientos del contexto externo.
El señor Blair y el "nuevo laborismo", sin embargo, sí dejan una impronta en la región. Ésta reside en la contribución a legitimar la reforma liberal (la del mercado y la de la democracia representativa) en América Latina por la izquierda centrista, en la necesidad de que su tradicional internacionalismo evolucione hacia el tratamiento de los nuevos problemas globales y a una buena relación con Occidente y en que el combate de la inequidad y la exclusión social se asegure previamente de la buena marcha de una economía abierta.
Esperamos que, sobre esas bases, los gobiernos que presidan los representantes de esas corrientes de pensamiento en la región contribuyan a incrementar en el futuro la atención de la política exterior del Reino Unido en esta parte del mundo.
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