7 de mayo de 2024
Aunque la economía global se defina hoy como resiliente y de bajo crecimiento continuo y las virtudes de sus gestores se resuman en la reducción de inflación evitando una recesión (FMI, abril), la proyección de principios de año del Banco Mundial establece que estamos frente al quinquenio de más bajo crecimiento en tres décadas.
Y si el pronóstico de que el comercio global equivaldría este año a la mitad de los intercambios del año anterior a la pandemia (BM) mejorando en 2025, ese incremento superaría al producto por muy escaso margen.
Ése no es buen contexto para las economías emergentes que, sin embargo, crecerán este año por encima de las economías avanzadas conforme a la regla histórica: (4.2% sobre 3.2%). Esta seña de normalidad, sin embargo, se ensombrece frente a la realidad del estancamiento de corto plazo: hacia el 2025 la perfomance global y la de los emergentes permanecería estancada en 3.2% y 4.2%, respectivamente, mientras las economías avanzadas crecerían marginalmente (1.8% vs 1.7% este año).
La situación de América Latina debería corresponder a ese marco de avance extremadamente enlentecido. Lamentablemente, su tendencia es aún menor. En efecto, la región crecería este año y el próximo por debajo de la economía global (2% y 2.5% vs 3.2% en 2024 y 2025) y también debajo del promedio resto de las economías emergentes (que este año crecerán más del doble que la latinoamericana). Frente a esta vulnerabilidad competitiva el FMI recomienda que los países del área incrementen el techo de su disminuido potencial no sólo por razones de status sino para asegurar la solvencia de la perfomance macroeconómica y sufragar necesarios costos sociales, de inclusión y de progreso.
Si bien, el FMI da cuenta del buen desempeño en el control de la inflación por los bancos centrales del área y no presiona por un objetivo de déficit fiscal que ya está en descenso (recomendando más bien un equilibrio entre el ajuste necesario y el gasto para “sostener la cohesión social”), también reconoce el efecto de un contexto que, con exceso de prudencia, califica generalmente de “desfavorable”. Al respecto el FMI, sin embargo, no se ha esmerado en publicar los impactos de la fragmentación global, la guerra interestatal (militar y económica), el proteccionismo, las políticas industriales, la manipulación financiera.
Ese impacto y los muy abundantes defectos de la gobernanza en el área se expresan en aún menor eficacia en Suramérica. La región no sólo crecerá este año por debajo de Norteamérica (1.4% vs 2.6%, invirtiéndose en 2025). También lo hará a un tercio de la perfomace de las economías emergentes (1.4% vs 4.2%), a casi un cuarto de las economías en desarrollo de Asia (1.4% vs 5.2%) y a 0.8 puntos porcentuales menos que las del Medio Oriente y Asia Central. A estas magnitudes se refería el encargado del Hemisferio Occidental del FMI al mencionar que las economías del área están siendo superadas por “sus pares” en otras regiones.
Contener y revertir ese declive implica subir el techo de crecimiento potencial impulsando una serie de reformas. Además de mantener la resiliencia macroeconómica y estimular el dinamismo de los agentes ello requiere de reformas estructurales de alto retorno y políticas de fortalecimiento de la gobernanza, del ambiente de negocios y superar los muy bajos niveles de inversión actuales con especial mención a los sectores energéticos y de minería “verde”. Y en el ámbito social supone mejorar la participación ciudadana en un escenario de declive demográfico, reducir la informalidad y reasignar recursos para mejorar la productividad. Una premisa para ello es la reducción intensa del crimen y la violencia.
Nada de esto es desconocido para el Perú y, probablemente, se encuentre listado en los trabajos orientados a la plena adhesión del país a la OCDE (reducción de la informalidad, transición energética, estrategias para abordar la pérdida y el desperdicio de alimentos, inserción internacional de las PYME, facilitación del comercio inclusivo y digital, turismo, etc).
Pero la yuxtaposición del bajo crecimiento regional con la precariedad local arriesga la puesta en práctica de esas medidas (especialmente si la perfomance regional es proyectada en niveles del 2% para los próximos cinco años). Después de todo, la proyección de crecimiento de la economía nacional no estará muy por encima de esa cota este año (2.5%) y el próximo (2.7%). Aunque ésta supere a la mayoría suramericana (salvo a países chicos como Paraguay y Uruguay o a aquellos que rebotan de la crisis como Argentina y Venezuela) esos niveles no alcanzarían al disminuido potencial de 3%.
Esa insuficiencia es dañina tanto por sus resultados (falta de progreso, complicación de nuestra inserción internacional, p.e.) como por su naturaleza. En efecto, sin recurrir a diagnósticos estructuralistas o desarrollistas esa vulnerabilidad es visible para todos: La economía peruana (especialmente su sector externo) es fuertemente dependiente de exportaciones de recursos naturales al punto de limitar una adecuada diversificación exportadora. Esta evidencia es recogida por la OCDE que recoge otras carencias. Por ejemplo, la débil competencia o la escasa cantidad de actores económicos potentes, entre otras afecciones.
Todo ello indica que nuestra economía es muy poco compleja y, por tanto, carece de capacidades suficientes para mejorar su nivel de interdependencia y status mediante una más diversa capacidad de transar bienes y servicios con terceros. Por ello el Perú se ubica en el último tercio de los 133 países listados por el Índice de Complejidad Económica de la JFK School of Government de Harvard que muestra también el nivel de su capacidad de progreso.
El conjunto de esta situación ayuda a entender la relativa marginalidad estratégica nacional y suramericana. Salvo para aquéllos que, como China, valoran las oportunidades para crear zonas de influencia en el vacío económico suramericano.
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