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Alejandro Deustua

La Declaración de Londres

La cumbre del G20 en Londres ha sido un éxito político, un estimulante económico y un anuncio verosímil de reordenamiento del sistema financiero internacional. Sin embargo, para merecer la calificación de “histórica”, la cumbre londinense necesitó de compromisos más concretos de ordenamiento sistémico y de coordinación más específica de políticas de crecimiento. El éxito político del G20 consistió en el incremento del consenso programático de los representantes de las economías que suman el 80% del PBI mundial. Aquí el suceso es mayor porque se produjo a pesar de manifiestas diferencias interestatales sobre la intensidad de las políticas de estímulo económico y la calidad de las disposiciones sobre regulación y supervigilancia financieras.


De cara a enormes factores disolventes impresos en el sistema, ello implica que los representantes de la gran mayoría de las economías nacionales han fortalecido su vocación sistémica dentro de un espíritu comunitario. Éste se ha reflejado en el compromiso con los principios de libre mercado y en consecuencia con la apertura económica y la “globalización” sustentable. En ese marco, la intensísima dinámica antisistémica de las fallas del mercado ha encontrado en Londres una fortalecida resistencia y disposición reordenadora originada en Washington en noviembre pasado. Ello ha ilegitimado y minimizado a los agentes políticamente antisistémicos que se creían fortalecidos (los casos de Venezuela, e Irán, por ejemplo). Aunque con mayores diferencias entre sus miembros, el núcleo liberal se ha ampliado gremialmente. En ese marco el mayor rol económico del Estado se ha consolidado con diferentes matices. Éste se ha expresado cuantitativamente en inmensos compromisos económicos: US$ 1.1 millón de millones para la reactivación que, a pesar de no orientarse al estímulo fiscal o monetario directo, debe traducirse, según el G20, en US$ 5 millones de millones en el 2011 y contribuir entonces al crecimiento global con alrededor de 4%.


Esa estimación puede ser cuestionable: nadie sabe cuánto aportan y aportarán exactamente los Estados en expansión fiscal y monetaria en esa fecha. Pero el compromiso no lo es: US$ 750 mil millones adicionales para el FMI orientados a asegurar financiamiento externo, US$ 250 mil millones en Derechos Especiales de Giro transformables en moneda corriente bajo circunstancias especiales, US$ 100 mil millones para la banca multilateral de desarrollo, US$ 250 mil millones para el financiamiento del comercio y la asignación de la venta de oro excedente del FMI para los países menos desarrollados, son cifras demasiado gruesas y puntuales que los responsables de generarlas no podrán escamotearlas sin algún grado de descrédito.


Como dicen varios de los Jefes de Estado participantes, este plan no tiene precedentes en términos del plural aporte de grandes recursos (el Plan Marshall fue una iniciativa exclusivamente norteamericana que ayudó sólo a la reconstrucción europea con US$ 13 mil millones de 1948-1951). Pero las contribuciones tienen aún que identificarse mejor (quién aporta qué) teniendo en cuenta, además, que hasta ahora sólo Japón ha comprometido US$ 100 mil millones para el FMI mientras que se estima que la Unión Europea y Estados Unidos harán lo mismo por similares cantidades.


A pesar de que ese compromiso y el resto de la Declaración de Londres ha entusiasmado a los mercados bursátiles (el Dow superó la barrera de lo 8 mil puntos), ese estado de ánimo no parece ser compartido por otros agentes de los mercados de capitales: éstos hubieran querido ver más detalles en los planes referidos (especialmente en materia de regulación bancaria) y deseado más estímulo económico y menos regulación financiera. El compromiso de regulación financiera, es sin embargo, el gran aporte cualitativo del G20 londinense: los lineamientos sobre regulación y supervigilancia de los fondos de cobertura y otros agentes del sistema de “shadow banking”, de los paraísos fiscales (que no han quedado explícitamente prohibidos a pesar de la sentencia que sostiene que los “días del secreto bancario” han concluido) y de las agencias calificadoras de riesgo marcan, en principio, una nueva era del sistema financiero. Para que ello ocurra efectivamente resta proceder en consecuencia y definir mejor qué se entiende por nuevos estándares contables e identificar bien los términos de la supervigilancia bancaria.


Esta tarea quedará a cargo de una Junta de Estabilidad Financiera integrada por el G20 que dará cuentas de lo actuado a esa entidad a fines de año. Ese es otro indicador de que el proceso de redefinición regimental del sistema financiero recién comienza. Éste podrá ser efectivamente nuevo si rebaja los rangos de especulación y de adopción de riesgos excesivos en el sistema, logra establecer ciertos estándares contables y procura un grado elemental de coordinación entre los sistemas de regulación nacionales. De otro lado, si en este esfuerzo las entidades de la ONU no tienen un rol aparente (a diferencia del FMI y de la OMC en sus respectivos sectores), el sistema multilateral quedará subordinado al poder financiero de los miembros del G20. Si ese camino ya había sido parcialmente recorrido, ahora se estaría intensificando.


Esa tarea está estrechamente vinculada al buen funcionamiento del comercio internacional indispensable en circunstancias en que convergen la falta de crédito a los intercambios y la retracción del valor del comercio en niveles históricos. El incremento del rol de la OMC en la supervigilancia antiproteccionista se refuerza con el aporte de US$ 250 mil millones de financiamiento del comercio. Sin embargo, nada se dice (y nada podría decirse) sobre el “proteccionismo legal” que se ejerce bajo los términos de la propia OMC y los amplia brecha existente entre los aranceles vigentes y los consolidados.


Finalmente, si como siempre, algo podía quedar en niveles meramente normativos, ésta era la alusión a la equidad y la inclusión de los marginados del sistema. Esta vez la mención ha sido mejor fraseada: la recuperación debe ser “justa y sostenible para todos”. La alusión tiene un carácter ambientalista (al punto que se ha llegado a anunciar la transición hacia una “economía verde”) y especialmente referida a los países menos desarrollados. Ella ha merecido el compromiso de mantener los Objetivos del Milenio. Para ello se han comprometido US$ 50 mil millones en beneficio de las economías más necesitadas.


Las economías emergentes ciertamente no pueden identificarse con éstas. Pero su particular problemática ha despertado, quizás con mayor intensidad, la noción de que el esfuerzo de recuperación no está dirigido a los miembros del G20, sino a todos. Ello es absolutamente necesario. En ese camino, sin embargo, el G20 ha consolidado una nueva jerarquía de poder económico.


Sin embargo, con esta nueva fenomenología estructural deberá lidiarse después de que las posibilidades de recuperar el bienestar colectivo se haya consolidado.



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