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  • Alejandro Deustua

El Encuentro Obama-Lula

La reciente visita del presidente del Brasil al presidente de Estados Unidos, llevaba consigo un par de expectativas mediáticas: el anuncio de una nueva relación interamericana y el reconocimiento del Brasil como líder regional.


Lo que ha ocurrido, más bien, es el intento de reperfilar, de manera medianamente desagregada, el vínculo tradicional entre las mayores potencias del hemisferio americano, su encuadre en procesos de ámbito global (el G-20) y regional (la próxima cumbre de las Américas) y el replanteamiento de la cuestión sobre si la relación entre Estados Unidos y América Latina (o Suramérica) requiere de un líder mediador.


Es más, ello ha sido planteado de manera genérica en una agenda de cuya dimensión pública sólo existe escueto reporte periodístico. Lo que es claro es que el presidente Lula ha reconocido la legitimidad del presidente Obama como líder de la potencia global decisiva en el orden hemisférico sin que ello haya sido reciprocado con igual claridad para el liderazgo brasileño en América Latina. La realidad geopolítica de la vecindad con México (cuyo presidente visitó a Obama cuando éste era presidente electo) y de la compleja relación brasileño-argentina (que motivó una llamada telefónica de Obama a la presidenta Fernández de Kirchner), ha jugado su parte en esta visita. Es en ese contexto que el encuentro Lula-Obama ha perfilado la relación de poder entre potencias de proyección extrahemisférica cuyos presidentes buscan, en el ámbito de la asimetría, intereses complementarios. Aquélla tiene un marco reciente: la relación especial establecida entre los presidentes de Brasil y de Estados Unidos hacia el final del gobierno del presidente Bush (centrada en el sector energético). Y también tiene un antecedente remoto: la relación especial que Brasil buscó con Estados Unidos durante la primera mitad del siglo XX a instancias del Barón de Rio Branco aunque ésta fuera implementada de manera inconstante.


En el medio de ambos hitos la historia registra un par de referencias regimentales: la activa participación del Brasil en la organización del sistema interamericano en 1947-1948 (Río fue sede de la suscripción del TIAR y le prestó su nombre) y el aporte brasileño inicialmente brindado al ALCA de 1994 (proceso cuya escueta institucionalidad fue co-presidida por Brasil en decisión que sus gobernantes hoy no desean recordar como señal de liderazgo). Por tanto, puede sostenerse que la visita del presidente brasileño a Estados Unidos quizás no ha tenido propósitos fundacionales sino procesales.


Estos últimos deberían poder definirse en la próxima Cumbre de las América a realizarse en Trinidad y Tobago a mediados de abril próximo. Cuando ello ocurra, cualquier agenda de largo plazo estará subordinada a los requerimientos inmediatos de la crisis económica. La orientación de la misma quedará establecida en la reunión del G-20 a principios de abril que definirá un proceso restaurador, con modificaciones de reglas y procedimientos, antes que refundador del sistema financiero internacional.


Tales requerimientos iluminarán una agenda hemisférica, quizás económicamente sesgada, que debiera definir mejor los propósitos desarrollistas y cooperativos (incluyendo la energía, el medio ambiente y el comercio, entre otros) que el presidente brasileño reclama a Estados Unidos para replantear su relación con la región. Esos propósitos debieran alterar el rol fiscalizador e intervencionista que ha caracterizado a la primera potencia según la percepción brasileña.


En buena medida aquellos propósitos ya se encuentran en los programas de trabajo del ALCA. Y tienen una antigua matriz benevolente en la Política del Buen Vecino y de la Alianza para el Progreso que, sin embargo, por verticales, Lula no desea.


Para lograr el reemplazo eficiente de estas dos iniciativas norteamericanas, hoy impracticables, el Brasil debiera contribuir a encontrar una iniciativa latinoamericana coincidente que no sea inabordable a la luz de las diferencias ideológicas y geopolíticas que dominan la región y sus respectiva subregiones.


Pero la fragmentación regional es tal que permite augurar, cualquiera que fuera el resultado de la cumbre caribeña, que cada país o grupo de países afines, con Brasil por delante, intentará su propia aproximación a Estados Unidos. Y, por tanto el supuesto liderazgo brasileño tenderá a reducirse.


Ello afectará la base de poder regional brasileña para adquirir status global como potencia emergente. En consecuencia, Brasil deberá esforzarse más para traducir su capacidad de poder nacional en poder real si aspira a algo más que al reconocimiento de un status internacional acorde con su tamaño.


En el logro de esa aspiración Brasil probablemente no contará con solidaridades inmediatas. En efecto, la traducción de la capacidad de poder brasileña en poder real en la región y fuera de ella probablemente será cuestionado por Argentina (que tiene aspiraciones de proyección similares –p.e, lograr un sitio preferente en las principales instituciones internacionales) y quizás hasta por México cuya vecindad con Estados Unidos reclama una prioridad de trato justificadamente preferente.


Por lo demás, no pocos vecinos de menor capacidad probablemente no se sentirían necesariamente representados por un Brasil repotenciado sea porque esa potencia tienen intereses extrarregionales no convergentes, sea porque ellos también buscan forman de inserción autónomas, sea por que esos Estados no se sienten adecuadamente consultados por el modus operandi brasileño.


Por lo demás, los que entienden al Brasil en su dimensión histórica están perfectamente al tanto de las inconveniencias de pretender, de manera abierta, semejante rol estratégico como lo ha recordado recientemente el ex -Canciller Luis Felipe Lampreia. Y tienen razón: si la capacidad de poder es necesaria para ejercer el liderazgo, el liderazgo requiere poner en práctica eficiente esa capacidad. Sin embargo, el gobierno brasileño, a pesar de sus buenas intenciones, no ha mostrado eficiencia en traducir sus fundamentos políticos en logros que impliquen el cambio de la conducta de ciertos Estados (especialmente de aquellos que se han instalado como un nuevo polo de poder en la región). En efecto, Brasil el esfuerzo brasileño no ha sido suficiente para equilibrar (no decimos armonizar) las diferentes tendencias que restan cohesión al área en que supuestamente sedimenta su poder. Más bien, quizás motivado por razones ideológicas, ha permitido el incremento de la influencia cubano-venezolana en la región erosionando el centro de gravedad de la misma y, en el proceso, apareciendo más alineado con un lado que con el otro.


Así, su rol “neutral” y articulador de soluciones de controversias vecinales se ha perdido en la ineficiencia mientras que, complementariamente, se ha esmerado en sobrecargar a Suramérica con organizaciones de cuestionable capacidad de servicio público inmediato. Ello ha ocurrido sin que Brasil haya generado una masa crítica de intereses convergentes (que es diferente a un conjunto de intereses segmentados) con los Estados liberales del área.


Ello se ha expresado en las prioridades que el presidente Lula ha llevado a Washington. En efecto, según los medios, entre ellas ha destacado el llamado a la primera potencia para que ésta flexibilice su trato con Cuba y Venezuela. Por lo menos, en relación a Cuba el presidente brasileño habrá encontrado coincidencia inicial con el presidente Obama.


Ello puede ser bueno en sí mismo (es decir, para Estados Unidos, Brasil y Cuba), pero no necesariamente para la región porque contribuye a “caribeñizar” de nuevo la relación de Estados Unidos con América Latina. La región tiene un claro registro de los serios problemas que ello ha reportado desde que el régimen de Castro promovió la división latinoamericana, la sometió a sus particulares prioridades nacionalistas e ideológicas con aliados locales y la condujo a una subordinación mayor a las reglas de juego de la Guerra Fría y, por tanto, a las de la Unión Soviética. Hoy la amenaza soviética no existe, pero la hostilidad del castrismo se ha afincado, bajo otra modalidad, en el régimen venezolano y su esfera de influencia.


Sería una lástima que el gobierno brasileño contribuyera a focalizar la atención norteamericana en ese problema antes que en procurar una relación más enriquecedora con socios suramericanos que, como el Brasil, se han empeñado en un costosísimo esfuerzo modernizador que la crisis económica internacional pone en riesgo.


Esa potencia tendría un rol mayor en el área si dedicara más recursos a fortalecer sus vínculos con estos países y sobre esa base, que es la de su entorno inmediato más convergente, procurara optimizar la relación con la primera potencia.

En ese contexto, los intereses brasileños encontrarían mayor posibilidad de realización al tiempo que aquéllos se potenciarían si logra articular un cierto equilibrio en el área que le sirve de base de proyección global. Bajo ese enfoque, las aspiraciones de liderazgo brasileño y la necesidad de renovación de la relación hemisférica coincidirían con su mejor posicionamiento para ejercer el rol que confirme su status.



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