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  • Alejandro Deustua

Cuba

La fórmula generalmente reclamada por la comunidad internacional para mejorar la inserción de Cuba ha sido la de la apertura. Juan Pablo II la sustentó adecuadamente: “que el mundo se abra Cuba y Cuba al mundo”. Ello ocurrió en 1998 cuando los países latinoamericanos habían cuajado un consenso regional sobre el valor de la democracia representativa y el libre mercado.


Sin embargo, luego de una década de planteado ese requerimiento, Cuba sigue tan cerrada como antes. Y, si después de que Raúl Castro asumiera la presidencia por la inercia natural de las cosas antes que por decisión fidelista, se produjo alguna mueca de reforma, ello ocurrió siguiendo intentos liliputienses vinculados a ciertas libertades de comunicación (p.e. la autorización a portar un celular) o económicas (p.e. la discrecionalidad para ganarse la vida con el esfuerzo propio en el caso de los taxistas y de ciertos granjeros que, sin embargo, no pueden disponer aún de su tierra ni de fijar los precios de sus productos de acuerdo a la demanda).


De regreso de ese minusválido intento de reconocer el mérito de cada quien como medida de su ingreso, la forma como se ha procedido hoy al cambio de gabinete es idéntica a las purgas del régimen totalitario de siempre mientras que las instituciones cubanas parecen cerradas sobre sí mismas, como hace cuatro décadas.


En efecto, funcionarios tan importantes y ortodoxos como el Vicepresidente y Secretario del Consejo de Ministros, Carlos Lage y el Ministro de Relaciones Exteriores Felipe Pérez Roque han sido removidos de sus cargos en un contexto de aparente reforma político-administrativa como en los peores tiempos del estalinismo castrista.


Luego de su deslegitimación pública por Fidel Castro, hoy dictador en la sombra del régimen, acusándolos de haber desempeñado un papel “indigno”, de haber disfrutado de “las mieles del poder” sin haber pasado por la prueba de fuego del combate revolucionario y de haber despertado quién sabe qué esperanza en el “enemigo externo”, estos funcionarios se ha apresurado a declararse culpables y a renunciar a todos los cargos del Consejo de Estado y del Partido Comunista confesando sus “errores”.


El hecho destacable de la purga y de la “autocrítica” no radica en alguna injusticia cometida contra unos funcionarios cuyas virtudes parecían más bien de carácter generacional (ellos y sus ignotos allegados eran considerados los posibles herederos del régimen) sino en la forma lapidariamente soviética de aniquilamiento político.


Al respecto también es destacable la anodina sorpresa con que este hecho ha sido asumido por autoridades occidentales y la duda sobre si ésta permite avizorar algún cambio democratizador cuando la incertidumbre generada debería ser motivo de preocupación y hasta de protesta.


En efecto, la opacidad del régimen castrista sigue siendo tal que nadie sabe qué ocurre en Cuba en realidad. Salvo que, en tiempos de crisis, la convicción totalitaria y la procedencia militar de Raúl Castro lo impulsa a concentrar el poder probablemente con incondicionales. Razonablemente, ello abre la posibilidad de un régimen peor que el anterior en tanto implique la militarización del totalitarismo. Si luego de elevado el estándar totalitario se produce alguna reforma, ésta será, en el agregado, menor. Pero tenderá a ser aplaudida en un Hemisferio debilitado.


Y quizás lo sea agravadamente en tanto la disciplina con que la nueva organización del gobierno combina el interés nacional y el ideológico tiende al endurecimiento político. Especialmente si éste se motiva en la necesidad de “poner orden” en una sociedad violentada y pauperizada durante medio siglo y cuyas nuevas generaciones carecen del “fervor revolucionario” de la gerontocracia que la gobierna. Ésta, en consecuencia, pueden ser no sólo más sensitivas a la crisis externa sino disponer de una mayor aspiración a mejorar su de calidad de vida.


Si la concentración del poder tiene el objetivo de prevenir un desborde interno antes generar una evolución gradualista y pausada hacia un régimen de libertades, ello no ocurre sólo por requerimiento defensivo.


En efecto, Cuba tiene hoy un entorno externo de mayor flexibilidad que combina la esfera de influencia conformada por Venezuela, Nicaragua y Bolivia, una renovada aceptación política entre los gobernantes latinoamericanos y una disposición norteamericana a reexaminar los términos del embargo impuesto hace más de cuatro décadas.


En el primer escenario la Cuba castrista aparece revitalizada por un socio y heredero ideológico con inmensas ansias de poder expansivo (obviamente Hugo Chávez).


En el segundo, la aceptación del régimen castrista ha evolucionado hacia la reverencia por Fidel (en realidad, una forma nueva y rara de culto a la personalidad). Al respecto basta constatar cómo ciertos Jefes de Estado esperan en ascuas un encuentro con el líder revolucionario sólo para que éste responda luego que ese privilegio no se concede para halagar al Jefe Estado que solicita la entrevista sino en función del género del solicitantes (quienes, además, se enteran después por los periódicos, que el dictador idealizado acaba de confrontar los intereses vitales de su Estado).


Este escenario es complementado multilateralmente en la región por la incondicional incorporación de Cuba al Grupo de Río. Esa incorporación es calificada por la absoluta indiferencia de muchos de sus miembros a obligaciones, como las de la Carta Democrática, asumidas por ellos hace apenas ocho años.


Por lo demás, la Secretaría General de la OEA, cuyo rol consiste en hacer cumplir las normas de la organización, hace campaña interdiaria por la reincorporación de Cuba al sistema interamericano mediante el simple expediente de declarar la caducidad de la norma que separó a un Estado extraordinariamente agresivo, que agravó la violencia en sus vecinos, polarizó a la región, la incorporó al centro de la Guerra Fría y estuvo a punto de conducirla a una hecatombe nuclear.


A ese Estado y a sus gobernantes, los socios interamericanos y la Secretaría General de la OEA no les piden cuentas. Como tampoco lo hacen por la sistemática violación de los derechos humanos en Cuba que ha producido miles de muertos entre fusilados, encarcelados y fugados (los balseros empujados al mar por el dictador), la carencia total de libertades políticas y económicas y la vigencia de un régimen política y jurídicamente represor.


Un tercer escenario favorable a Cuba deriva de las promesas electorales del Presidente de Estados Unidos y del escrutinio a que se somete el denominado “embargo”. Ello ocurre por la comprobada ineficacia de esa medida pero también por disposición a una mayor aproximación a Cuba. Sin embargo, como esta última será limitada, la aproximación podría no cumplir con sus fines. En efecto, el régimen castrista podrá obtener un doble beneficio de ella: renovar una pieza fundamental de su política exterior: el disminuido pero aún legitimante antagonismo con la potencia mayor complementado por una mayor laxitud externa.


Y si éste último factor fuera limitado adicionalmente por los obstáculos de la crisis económica global, el hecho es que, debido a sus carencias sistémicas, Cuba debe disponer de un umbral superior de resistencia a esas limitaciones. Estas últimas podrían, en consecuencia, no desempeñar un rol demasiado significativo. Si, por lo tanto, el único beneficio estratégico de un mejoramiento de la relación de Estados Unidos con Cuba es la minimización o le eliminación de la imagen del “enemigo externo” que permite sobrevivir al régimen, aquél quizás deba ser procurado atendiendo especialmente a la proyección regional norteamericana (Estados Unidos podría mejorar su relación con América Latina). Pero ello no debe ocurrir de manera incondicional.


Por el lado de los principios, ni Estados Unidos ni el sistema interamericano pueden admitir a un régimen totalitario en su seno sin que éste se comprometa a respetar libertades políticas y económicas elementales. Y por la vía del realismo, el juego de poder debe quedar definido recusando la vocación transnacional de la ideología que gobierna Cuba. El realismo político en la relación con ese Estado debe entenderse como diferente del mero pragmatismo que hoy buena parte del sistema interamericano desea practicar procurando tolerancia a un régimen intolerante y cuyos valores podrían volver a implantarse en alguna parte de la región.



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