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Alejandro Deustua

Vergonzoso Exceso Diplomático

El reconocimiento diplomático de una dictadura y el nombramiento, como Embajador, de un personaje investigado por lavado de activos han sido los instrumentos con los que el ministro de Relaciones Exteriores y el presidente Castillo acaban de vulnerar elementos básicos de nuestra política exterior.


En primer lugar, se ha violentado una constante de nuestra conducta externa. En efecto, siguiendo la línea del encuentro Maduro-Castillo en la 6ª reunión cumbre de la CELAC de México (18 de setiembre) y la pretensión mexicana de debilitar la obligación hemisférica de defender la democracia representativa, el gobierno acaba de reconocer al dictador venezolano y ha restaurado la relación bilateral a nivel de embajadores.


Esta decisión no sólo viola los principios democráticos que son parte del sustento de nuestra proyección externa sino que contraría nuestra posición de defensa de los derechos humanos.

En lo específico, el reconocimiento vulnera la posición de no reconocer autoridad legítima en Venezuela desde que venció el mandato transitorio de Juan Guaidó en enero de este año. Y también atenta contra el respaldo brindado a la acusación contra Maduro ante la Corte Penal Internacional por crímenes de lesa humanidad (ésta se adoptó en el marco del Grupo de Lima). En el proceso, se ha debilitado también a una oposición venezolana ya dividida en las negociaciones para una salida democrática facilitada por Noruega.


En consecuencia, la decisión del canciller y del presidente resta credibilidad externa al Perú y debilita los cimientos “principistas” que, según el Sr. Maurtua, sustentan nuestra proyección internacional sin que una necesidad o un principio superior hayan emergido (el principio de autodeterminación en Venezuela depende del pronunciamiento ciudadano en elecciones libres, no de la voluntad totalitaria de Maduro).


Como resultado, la protección de los migrantes venezolanos en el Perú (que ya supera el millón de personas) podrá ser fuertemente influenciada por el gobierno venezolano.


En segundo lugar, un interés nacional primario también ha sido afectado. La irresponsable decisión del gobierno de Castillo cuestiona los propósitos básicos de la Carta Democrática del 2001 (de la que, con soberbia, se considera autor el actual representante en Naciones Unidas). Si ésta no pudo aplicarse al gobierno de Maduro por falta de consenso hemisférico e indiferencia venezolana a las consecuencias coercitivas del caso, ese instrumento sigue siendo parte del instrumental fundamental de la OEA. Al respecto debe tenerse en cuenta que los principios y propósitos de la Carta seguían constituyendo un interés primario del Perú hasta el momento de la desgraciada decisión gubernamental.


Por lo demás, esta posición consolida el piso de un alineamiento pleno con los países del ALBA contrariando nuestro posicionamiento estratégico en el área.


En tercer lugar, el honor y dignidad que deben guiar la ejecución de nuestra conducta externa no han estado presentes en la adopción de esta decisión. En efecto, para llevar a cabo las muy graves alteraciones políticas mencionadas se ha elegido a una persona cuya dimensión pública corresponde sólo al perfil de un investigado por lavado de activos e intermediador financiero de Perú Libre y de su Secretario General. Ese perfil es indicativo de lo que el personaje en cuestión podría haber hecho en Panamá y podría hacer en Venezuela.

Con esas turbias credenciales el Sr. Maurtua presentó a ese personaje ante el gobierno panameño como embajador del Perú. Guardando silencio ese gobierno no concedió el plácet (es decir, no aceptó la propuesta peruana). Si la elección de ese señor como representante plenipotenciario del Estado ya era una vergüenza en sí misma, el rechazo panameño sólo confirmó el despropósito.


Pero el gobierno, en lugar de desistir y corregir su error, persistió en el mismo presentándolo, secuencial o simultáneamente, al dictador quien no se tomó tiempo para aceptar.


Al proceder de esta manera, los señores Maurtua y Castillo han vulnerado también las condiciones básicas para el nombramiento de un embajador político: tener versación y capacidad notorias, haber prestado servicio destacado a la Nación, observar pública y privadamente una conducta correcta y carecer de antecedentes penales.


Como es obvio, el designado personaje no cumple ninguno de estos requisitos. Y como esos requisitos están normados en el reglamento de la ley del Servicio Diplomático, en este caso se habría violado la ley.


Si bien esta situación sólo podía ocurrir bajo un gobierno extremamente ideologizado e incapaz como el actual, ella no está exenta de antecedentes. De momento no nos ocuparemos del punto.


En cambio, sí es posible afirmar que este vergonzante caso no deriva sólo de la torpeza del Sr. Castillo o de la compensación que quizá éste haya deseado otorgar al Sr. Cerrón por la marginación de su correligionario, el ex -Primer Ministro Guido Bellido.


También se origina en el progresivo deterioro institucional de la Cancillería y del Servicio Diplomático, proceso en el que el interés nacional no parece impermeable a los intereses particulares de algunos funcionarios. Ello configura un caso incremental de corporativismo burocrático dentro de la institución.


El agudizamiento de este problema quizás pueda rastrearse al momento en que los embajadores de carrera empezaron a ser designados cancilleres con extraordinaria frecuencia a partir de 1985. Ello puede haber creado en los diplomáticos aspiraciones al cargo político desnaturalizando su función de servidores públicos institucionales. En el proceso, esas aspiraciones podrían haber empezado a ser percibidas como el escalón final de “la carrera”. Para lograrlo se requiere de ciertas redes internas en competencia que hacen perder de vista el interés nacional en juego. Si esto existe hoy, debe ser también corregido.


De momento, los diplomáticos deben hacer conocer al Sr. Castillo su indisposición con la lamentable situación del embajador lavandero de activos y procurar una solución al despropósito cometido.


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