La anticipada elección de Vladimir Putin como Presidente de Rusia marca la continuidad de un régimen que llegó al poder en el año 2000 y que podría permanecer en él hasta la culminación del primer cuarto de este siglo. Tal longevidad, llevada a cabo bajo condiciones electorales sui generis que cuestionan la dimensión del triunfo pero no la victoria del ganador, no es asunto vinculado sólo a la pulcritud de un proceso electoral o a las formas autoritarias de un gobierno sino a un proyecto de Estado focalizado en el resurgimiento ruso como civilización y como potencia.
En efecto, si el reemplazo de Boris Yeltsin por Vladimir Putin a principios de siglo fue producto de la situación de necesidad por la que atravesaba Rusia, el reemplazo del Presidente Medvedev por el actual Primer Ministro está vinculado a una razón de Estado de valencia superior: la consolidación de la mayor influencia de una potencia emergente y el incremento del rol de una ex-superpotencia en un contexto de crisis y de aceleración del cambio sistémico.
Como consecuencia, el supuesto de que el comportamiento ruso producirá mayor fricción en ese proceso de cambios no es sólo una realidad sistémica sino una conclusión derivada de la interacción entre un conjunto de aspiraciones y propuestas de políticas específicas. La expresión sumaria de esta interacción es la que presenta el Concepto de Política Exterior de la Federación Rusa de 2008, de un lado, y el diseño de política exterior rusa publicado por el presidente electo recientemente.
La relación entre estos planteamientos puede ser interpretada como contradictoria o como complementaria dependiendo de cómo se lea y con qué marco perceptivo se entienda. En la perspectiva del señor Putin, no hay contradicción al respecto sino complementariedad entre estos dos planteamientos.
Sin embargo, si se evalúa el primer documento de acuerdo a sus propios méritos, la evidencia de la contradicción salta a la vista en tanto la política exterior rusa parece definida en términos liberales, su aproximación al contexto remarca la cooperación, el ejercicio de la influencia no enfatiza el rol del poder convencional, su definición de interés nacional no se restringe al Estado y su identidad no es la del Estado Nación común. En efecto, el Concepto de Política Exterior rusa define a esa federación como una democracia que opera localmente en una economía social de mercado, mientras el interés nacional incluye la protección de los ciudadanos y de la sociedad a la par que el Estado y la identidad del mismo es la de una civilización y no sólo la de una gran potencia. Por lo demás, las formas de su interacción priorizan la cooperación, la integración y la primacía del derecho internacional mientras que el poder militar es reconocido como uno de los tantos factores de la influencia.
Este enfoque procura un distanciamiento del realismo salvo por la implicancia conflictiva de su divergencia con Occidente (a cuyas principal potencia considera en situación de declive), por su disposición a participar en el cambio de orden en consonancia con su renovado status y por el enfoque geopolítico en su relación con los antiguos estados soviéticos (su zona de influencia prioritaria) y su rol geocéntrico en ese espacio.
Sin embargo, no es ésta plenamente la política exterior que el señor Putin piensa desarrollar. Si bien éste recoge las categorías de Estado y de civilización del Concepto de 2008 (además de la decisión de no aislarse, de afirmar la aproximación global a los problemas de seguridad y la necesidad de contribuir a la gestación de un nuevo orden acorde con las nuevas realidades), su racionalidad está marcada por más agudos reclamos a Occidente y por una suerte de excepcionalismo ruso.
En efecto, el presidente electo Putin considera que Occidente en general no respeta el interés nacional ruso, que Estados Unidos y la OTAN optan por dictados y políticas de hechos consumados antes que por consensos y que la primera potencia genera desconfianza en tanto parece obsesionada con la idea de lograr una invulnerabilidad estratégica que supone la vulnerabilidad rusa.
Es más el señor Putin estima que la OTAN no sólo no se comporta como una alianza defensiva (en el sentido de que pretende continuar extendiéndose hasta las fronteras rusas acompañando esa dinámica con desarrollos militares que implican amenaza real –los sistemas de misiles en Europa-) sino que ha generado una brecha de seguridad en el Norte de África y el Medio Oriente mediante acciones hostiles envueltas en el pretexto humanitario.
Esta brecha moral y jurídica tiene, en su perspectiva, dimensiones estratégicas de gran riesgo para la comunidad internacional en tanto afecta el principio de soberanía mediante la manipulación del Consejo de Seguridad para producir golpes de Estado cuyos sangrientos costos ensombrecen la supuesta nobleza de la iniciativa intervencionista.
En ese contexto la política exterior rusa no aceptará, por ejemplo, un escenario libio en Siria al tiempo que patrocina que se asegure en Irán el derecho al uso civil de la energía nuclear, una conducta no provocadora con Corea del Norte y una salida nacional al problema de Afganistán.
Bajo estas premisas y percepciones, la fricción entre Rusia y Estados Unidos y la OTAN tenderá a incrementarse si Estados Unidos no actualiza su política de “reset” y si el actor euroasiático no modera sus reivindicaciones. Más aún cuando esta potencia considera que la crisis financiera global, generada en Occidente, es una amenaza de seguridad en momentos en que el ascenso de las potencias emergentes es una realidad que debe imponerse y que corresponde, en lo que le toca, también a su predominio euroasiático.
Es en esta perspectiva que la relación con las viejas repúblicas soviéticas incrementa su importancia geopolítica mientras que la vocación paneuropea rusa (traducida en un espacio que reemplaza la noción gaulista “del Atlántico a los Urales” con la más extensa “de Vancouver a Vladivostok”) adquiere un valor estratégico quizás superior a la relación con China e India (que tiene una dimensión más focalizada y regional). Esta realidad geopolítica es enriquecida, además, por la compleja identidad rusa derivada de su condición de principal potencia multinacional. Tal complejidad será difícil de absorber por sus pares. En efecto si Rusia se considera una potencia plenamente europea al tiempo de esencialmente euroasiática debe tener en claro que la dinamización de ambas dimensiones será resistida en Occidente y en Asia de alguna manera.
De ello se concluye que la nueva política exterior rusa tendrá una renovada valencia Este-Oeste y que, a pesar de su aspiración global, sus vínculos con el antiguo Sur, especialmente con América Latina estarán influidos necesariamente por le conflicto, el balance de poder y por la selectividad en la interrelación.
Ello explica que en la relación con América Latina se destaque la relación con Brasil y que, por debajo de ella, se subraye la que se mantendrá con México, Argentina, Venezuela y Cuba. Esta combinación de interlocutores prioritarios seleccionados por su dimensión (los dos primeros) y por su filiación (los dos últimos) tiende a dejar por fuera a los demás.
Bajo los términos de una nueva competencia con Occidente que pone en cuestión su cooperativa visión global, Rusia inaugurará con el señor Putin una nueva etapa en el proceso de restauración de su status. Las potencias menores de distinta afiliación occidental deberán encontrar, por tanto, nuevas formas de relación con esa potencia emergente.
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