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  • Alejandro Deustua

Una Alianza Antioccidental y Antisuramericana

26 de mayo de 2006



En las vecindades de un centro de combate al narcotráfico como lo fue la base del Chapare, una coalición antioccidental acaba de consolidar en la periferia del centro del continente (Sinahota, Bolivia), su desafío el orden suramericano. En efecto, la reunión de los presidentes de Bolivia y Venezuela y el vicepresidente de Cuba celebrada hoy ha confirmado ese desafío en el ámbito estratégico, geopolítico y de integración. En un contexto global caracterizado también por la emergencia de nuevas potencias y el cambio de la naturaleza de conflictos regionales, esta coalición complica la estabilidad suramericana e instala en ella una dimensión confrontacional intra y extraregional de preocupante proyección por una sencilla razón: Venezuela, con el apoyo cubano y boliviano, procede a este desafío con la disposición de convertirse en una potencia emergente sin importar el riesgo vecinal ni el orden hemisférico que produzca en el intento. Por lo demás, la naturaleza antioccidental de esta asociación se sustenta una evidente vocación antiliberal y anticapitalista impresa en un ortodoxo signo socialista (el presidente Chávez lo ha proclamado explícitamente). A éste se adhiere un componente irredentista de carácter racial que el presidente Morales explota y una dimensión cultural basada en la descripción de Occidente como “la cultura de la muerte” (Morales), la imputación de los gobiernos norteamericano y británico como regímenes criminales (Chávez) y el rechazo a los valores que inspiran al conjunto del sistema interamericano (Castro). A la sombra de este belicosa amalgama ideológica, la nueva coalición adquiere la forma de alianza que tiene la impronta de la seguridad mutua en los pactos de solidaridad y asistencia establecidos (el más visible, de momento, es la facilitación de inteligencia e infraestructura de seguridad por Venezuela a las autoridades bolivianas bajo el supuesto de que éstas deben desconfiar de los demás y especialmente de Estados Unidos).


Ello ha permitido que, por ejemplo, Venezuela se haga cargo del sistema de identificación de los ciudadanos bolivianos (la “carnetización”) que es normalmente competencia del Ministerio del Interior y atributo de soberanía interna. El control de este mecanismo por Venezuela constituye un arma de inteligencia vital. La dimensión menos tradicional de este mecanismo está dada por la presencia de “cooperantes” que aseguran, como en el caso de los que remite Cuba a Venezuela, una presencia en el terreno de agentes de estos países en zonas sensibles como las fronterizas (especialmente en el la frontera peruano-boliviana con proyección sobre el sur del Perú).


Pero más allá de la instrumentación informal de esta alianza, la vocación de poder que ésta alienta probablemente adquirirá un rol desafiante en el sistema interamericano (p.e. en la redefinición de la seguridad colectiva), en las reuniones de ministros de Defensa americanos, en el contacto con potencias revisionistas como Irán y en el cuestionamiento regional de la lucha contra el narcotráfico y de otras amenazas globales. La vocación internacionalista de Cuba y Venezuela y el origen cocalero del presidente Morales aseguran este desarrollo.


Por lo demás esta alianza está produciendo una revolución geopolítica en la región al incorporar a su centro a dos potencias caribeñas. De esta manera, la Suramérica continental que procuran Brasil y Perú en un contexto hemisférico de proyección transmarítima deviene en una Suramérica “caribeñizada” en la que una potencia totalitaria aislada (Cuba) y otra autoritaria de amplio radio de acción (Venezuela) aparecen en el centro del escenario cerrándolo sobre sí mismo. En este proceso, la primera aporta el poder ideológico (y las capacidades desarrolladas como mecanismos de supervivencia en largas décadas de aislamiento totalitario) y la segunda contribuye con poder material: la influencia determinante sobre el potencial de hidrocarburos de Bolivia. Así, mientras empresas de países vecinos (como Petrobras) son nacionalizadas, PDVSA se afianza en el escenario boliviano con un aporte de US$ 1500 millones para la exploración, explotación y producción del recurso (plantas de fraccionamiento, petroquímicas, etc), el concurso de técnicos venezolanos en el manejo administrativo del recurso boliviano y seguridades de financiamiento público que minimizan la capacidad negociadora de Brasil y Argentina, entre otros. Por lo demás, el ingreso de la banca venezolana al sistema financiero boliviano asegura el flujo de estos fondos mientras que el desarrollo del sistema de telecomunicaciones (160 retransmisoras) apuntan al control poblacional. De esta manera, a la vez que Bolivia va incorporándose, efectivamente, a la “tutela” venezolana permite a ese Estado “acercarse” al Cono Sur con una importante dosis de poder adicional.


Una vez mellada la Comunidad Andina, ello marcará el rumbo de la integración del Mercosur y, desde allí, el suramericano bajo términos que Venezuela reclama como dominantes. En tanto éstos son regresivos, antihemisféricos y antioccidentales los principios que orientan hoy la integración regional (la solidaridad entre democracias representativas y la convergencia de economías de mercado) estarán en cuestión. Un proceso de integración que renuncia al principio de regionalismo abierto y cuya nueva columna vertebral –la integración física y la inclusión social- esté dominada por el régimen chavista será el complemento de la alianza antiliberal que Bolivia, Cuba y Venezuela acaban de consolidar sin demasiada crítica y resistencia suramericana.

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