Determinar una inflexión en la evolución del sistema internacional puede ser más sencillo que los economistas se pongan de acuerdo sobre si Estados Unidos está o no en recesión.
Especialmente cuando la gravedad de la crisis en esa potencia va acompañada del deterioro de la perfomance económica global (3.7% este año y 3.8% el próximo con un 25% de posibilidades de mayor erosión según el FMI).
Y si se comprueba que el impacto de esa desaceleración en el comercio de manufacturas es sustancial (de 8.8% de crecimiento en el 2006 a 5.5% el año pasado y, probablemente, a 4.5% este año según la OMC) la inflexión es tan evidente como el cambio del ciclo económico.
Es más, si esta realidad muestra la evidencia del acoplamiento económico global, la emergencia de roles sustancialmente influyentes que se atribuyen a países en desarrollo y a los ex miembros de la Unión Soviética, evidenciaría que la inflexión mencionada ha devenido en un cambio de sistema. Más aún cuando esos roles, lejos de ser sólo periféricos, son factores de equilibrio internacional que compensan la caída de la demanda de importaciones de las economías desarrolladas (de 3.7% a 3.4%) con el crecimiento de 7% de las compras realizadas por los países de desarrollo.
Según la OMC ello implica para estos países un incremento de 34% de la participación en el comercio global y una contribución al crecimiento de los intercambios superior al 50%.
Si este cambio fuera sostenible estaríamos frente a una mutación estructural del orden económico internacional que supera el atribuido sólo a las denominadas economías emergentes. El problema al respecto es que nadie asegura hoy cuánto tiempo podrán estos mercados suplir con progreso la erosión económica de los mayores y, por tanto, si sus Estados podrán efectivamente asegurar su nueva responsabilidad.
En efecto, como se ha reportado en las reciente reuniones del G7 y del G24 realizadas en Washington, la vulnerabilidad de estas economías se mide hoy menos por sus fundamentos que por su grado de exposición al riesgo financiero externo, a la inflación importada, a la turbulencia bursátil, a una mayor caída de la demanda de las grandes economías y a las tendencias proteccionistas.
Por lo pronto, el extraordinario incremento del precio de los commodities ya representa, entre algunos países en desarrollo, una carga excepcional para los importadores de petróleo y un factor de inestabilidad social y política para los importadores de alimentos. .
Frente a ello, en lo que Dominique Strauss-Khan ha denominado el “renacimiento del espíritu multilateralista”, el G7, el G24 y el FMI han consensuado diagnósticos, resaltado la necesidad de mayor supervigilancia económica y de regulación financiera y promovido la reforma institucional de los organismos de Breton Woods (para. entre otras cosas, mejorar la relación entre la capacidad de voto y el sistema de cuotas).
Pero si esa reforma se anuncia para próximas reuniones, sobre coordinación de políticas orientadas a lograr estabilidad económica global, los Estados participantes sólo han abundado en generalidades. Es más, éstos han destacado sus específicas diferencias y confiado apenas en su buena disposición para superar la crisis.
Teniendo en cuenta los problemas adicionales que presentan los desequilibrios económicos globales (p.e., los de cuenta corriente y los de tipo de cambio) y la indisposición a arribar a acuerdos correctivos, la buena voluntad es hoy insuficiente. Si esta característica persiste, el cambio de sistema que hoy se atribuye al rol estabilizador de los países en desarrollo puede diluirse en perjuicio de todos.
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