9 de Junio de 2006
Estados Unidos es una país en guerra y sus enemigos declarados son las organizaciones terroristas de alcance global y los Estados que las cobijan (especialmente los que pretenden el control de armas de destrucción masiva). Si Al Qaeda es el mayor de estos grupos (los atentados del 11 de setiembre del 2001 lo registran), la muerte de uno se sus líderes más notorios, el jordano Abu Musab al- Zarqawi, ciertamente constituye un éxito en esta lucha de largo plazo contra ese enemigo.
Especialmente si Zarqawi, como Bin Laden, había adquirido un status cuasi-mítico en Irak (el escenario estratégico principal donde la primera potencia y sus aliados se encuentran empeñados).
Allí la sangrienta actividad de Zarqawi confirmó la presencia de Al Qaeda que muchos negaban. Y lo hizo de la manera más brutal: además de sus métodos –desde la decapitación de rehenes, los ataques de terroristas suicidas o el uso intensivo de coches bomba- orientó los ataques no sólo contra las tropas que actúan en el terreno sino contra las oficinas de la ONU (donde murió el Sergio Vieira de Melo, el diplomático pacificador) y contra la población civil contribuyendo trágicamente al enfrentamiento entre suníes y chiitas.
Estimular el caos extremo y la confrontación violenta en una sociedad dividida en agrupaciones religiosas entre otros factores de fragmentación, era uno de los objetivos de este asesino en masa que levantaba el estandarte de “Al Qaeda en Mesopotamia”. Para tales fines fundó el Consejo de Guerreros Sagrados como arma y feudo dispuesto a impedir que Irak se reconstituya en un Estado primero y que organice en un gobierno estable y pacífico después.
En ninguno de estos dos propósitos Zarqawi tuvo éxito: Irak es un Estado en formación y su aspiración a la gobernabilidad democrática se funda en el hecho masivo de la aprobación de una Constitución, la elección de un Parlamento y, luego, de un Ejecutivo, a través de la consulta electoral. Y aunque la violencia todavía jaquee la emergencia de esa unidad política al amparo de la ONU, los progresos de la reconstrucción institucional son lentos pero cotidianos.
Si el proceso de la reconstrucción estatal iraquí no avanza como debiera, se debe a grupos que, como el de pseudo-mitológico Zarqawi, lo sabotean cotidianamente de la manera más salvaje. Por tanto, eliminado éste, Irak habrá dado otro paso más hacia el objetivo de convertirse en un una unidad política estable y pacífica en el Medio Oriente. Lamentablemente ese paso no es aún decisivo. Y no sólo porque sean alrededor de 60 las agrupaciones que reclaman el nombre de Al Qaeda en Irak (New YorkTimes) sino porque los grupos terroristas se organizan allí –y en otras partes- en células flexibles y descentralizadas que les permiten amplitud de alcance, seguridad y mutabilidad (si una célula desaparece, es reemplazada por otra sin que ésta dé cuenta de la desaparición de la anterior).
Esta última característica indicaría que la muerte de Zarqawi tendría, desde la perspectiva operacional, valor relativo. Especialmente cuando las fuerzas en pugna son numerosas y complejas (desde miembros del partido Baath de Hussein y de la “resistencia” nacionalista hasta agrupaciones del crimen organizado). Pero su valor será mayor si se tiene en cuenta que ese jefe terrorista era reconocido como emblemático y que, en consecuencia, habrá lucha por el poder y no sólo sucesión en esa agrupación. Por tanto, el efecto psicológico de su desaparición en la ciudadanía iraquí incrementará la percepción colectiva de que la pacificación es posible.
Aún así, ésta tardará en llegar porque la lucha contra el terrorismo recurriendo al necesario uso de la fuerza para confrontar la amenaza inmediata complica la lucha por las ideas –en este caso, las ideas democráticas- que el gobierno iraquí y sus aliados llevan a cabo en ese convulsionado país.
En todo caso, Irak y Estados Unidos han logrado una victoria sobre un enemigo –el más violento del fundamentalismo islámico- que confronta no sólo a Irak sino a la esencia de Occidente. Quienes han llevado a cabo la tarea han cumplido con su deber. Así debe ser reconocido por todos los Estados que, sin estar en situación de guerra como Estados Unidos, cooperan entre sí teniendo claro que las organizaciones terroristas constituyen una amenaza global y, por lo tanto, contra todos.
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