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Alejandro Deustua

Trump: Rompiendo Alianzas

14 de febrero de 2024



Después de una guerra contra el terrorismo islámico (que continúa), de una crisis financiera internacional, de una pandemia global, de una guerra entre potencias en Europa y de una crisis sistémica en marcha, alguna buena noticia debería agasajar al ciudadano universal en el siglo XXI.


Pero he aquí que un insurreccional, rancio e impreparado candidato a la presidencia de la primera potencia acaba de adelantar que abandonaría a sus aliados occidentales en plena guerra dejándoles a merced del enemigo  quebrando, en el centro de Occidente, la alianza más antigua de la postguerra.


Como si se tratara de un ajuste de cuentas en los antiguos bajos fondos de Chicago, el Sr. Trump acaba de hacer pública su respuesta a un secreto líder de una supuesta gran potencia europea: si, ésta y sus similares no están al día en sus pagos a una alianza a la que pertenece Estados Unidos, el presidente norteamericano no cumplirá con sus obligaciones de defensa colectiva. Tal falta de lealtad quizás encuentre explicación en las elucubraciones sobre el comportamiento político del siglo XVI europeo pero no en el realismo clásico, tan cultivado en Estados Unidos, que entiende que la alianza es un instrumento fundamental del balance de poder. 


Como es lógico, la reacción europea ha sido la que corresponde a la posibilidad de que la primera potencia no cumpla con el art. 5 de la OTAN que establece que el ataque a uno es ataque a todos y se responde en consecuencia y que la garantía del paraguas nuclear norteamericano deje de serlo: lograr la “autonomía estratégica” ya no es asunto de prudencia sino de urgencia en Europa.


Tales intereses vitales y de largas permanencia no debieran ser sometidos a campañas electorales en las que candidatos insensatos juegan con  la seguridad colectiva  sin que  las reglas de la democracia contemporánea arriesguen algo para impedirlo.


Más aún cuando, como en este caso, el curso de la guerra en Europa del Este depende en buena medida de la deformada campaña trumpista quien ya había planteado esta desmesura cuando fue presidente (2017-2021). La diferencia consiste que en ese período no se había quebrado bélicamente la convivencia internacional de la postguerra fría europea y que, hoy, 25 de los 31  miembros de la OTAN (IFO Institute) cumplen el compromiso de sostener un gasto de defensa de por lo menos 2% de sus respectivos PBI  (y la tendencia de los restantes a llegar a esa meta está en marcha).


Si en 2017 Trump podía haber recurrido al amedrentamiento  cuando sólo 3 ó 4 de los aliados cumplían con ese gasto de defensa (que ciertamente debe ser satisfecho) esa realidad no es la de hoy día.


Es más, si Estados Unidos, sigue  siendo la “potencia indispensable” y un  insuperable proveedor de seguridad, ya no lo es en los intensos términos hegemónicos del pasado mientras que (más para mal que para bien) esa seguridad ha devenido en  multisectorial (y Estados Unidos no domina todos los campos) al tiempo que los miembros europeos de la OTAN han superado a la primera potencia en el compromiso de cooperación con Ucrania en múltiples esferas (US$ 53 mil millones para el período 2023-2027) aunque la superpotencia es el mayor proveedor militar (US$ 44.2 mil millones hasta hoy que aumentarán con el desbloqueo el paquete de asistencia en el Congreso).  


Con anterioridad a este incidente  la Unión Europea (UE) ya había decidido  “implementar” el concepto de “autonomía estratégica” que el Consejo Europeo definió como la “capacidad de actuar autónomamente cuando y donde sea necesario y con socios cuando sea posible”.


Este concepto se elaboró en 2016 en el entendido de que el tiempo de disminuir la dependencia estratégica de la primera potencia estaba llegando (la vulnerabilidad consecuente la mostró Trump al año siguiente). Pero, como pasa con las burocracias pesadas, éstas demoraron la activación del concepto al tiempo que éste era cuestionado por varias razones (especialmente, por su potencial para generar mayor proteccionismo). Como en el caso del “regionalismo abierto” los miembros de la UE  agregaron a la innovación la dimensión de apertura.


Al cabo, recién en 2023 los presidentes de la Comisión y del Consejo europeos han hecho de su activación  una prioridad de múltiples temáticas.  A ello ha contribuido el impulso francés para promover una “soberanía europea” (extraño en tanto la Unión Europea no es un estado) que debiera conjugar fuerzas de intervención, un presupuesto conjunto, estructuras permanentes de cooperación e inteligencia y doctrina compartidas. El rango de sus múltiples objetivos va desde la defensa (que sería complementaria a la OTAN) hasta la seguridad de las fronteras y desde la lucha contra el terrorismo hasta la lucha contra el cambio climático.


Estas especificidades pueden ser nuevas. Pero el concepto estratégico puede remontarse a la Europa “del Atlántico hasta los Urales” de De Gaulle que planteó el debate entre  “continentalistas”  (más territorialmente europeos) y “atlanticistas” (más ligados a Estados Unidos y la OTAN).


De manera extraordinaria, y probablemente sin ningún conocimiento de causa, Trump está alentando a los “continentalistas” (y, por ende, al aislacionismo norteamericano) y al incremento del rol de Rusia (incluyendo sus aristas geopolíticas, algunas de ellas, como las “zonas de influencia”, que Biden, como Wilson, han negado en lugar de normarlas).


Si la disposición de Trump llegara a cuajar, la UE probablemente no acudiría a una compensatoria aproximación con China. A pesar de que para la UE China es la principal fuente de importaciones y tercer destino exportador (2022), sus autoridades definen esa relación con caracteres divergente. Siendo China para la UE un socio y un competidor, de un lado, y un rival sistémico del otro, ese vínculo está marcado por el hecho de que China es un aliado de Rusia con la que la OTAN está en guerra mientras que China mantiene con ella una “amistad sin límites”.


Por lo demás, mientras la UE activa políticas de  “autonomía estratégica” mantiene con China políticas que incluyen la fricción en el marco del “de-risking” (p.e. exclusión comercial de sectores o  fuertes medidas antisubsidios). Esa agrupación no cambiará a Estados Unidos por China aún si Trump enturbia el trato con el socio transatlántico. Esa eventualidad conduciría más bien  al incremento del libre albedrío europeo cuyo impulso ensancharía el Atlántico para los socios más importantes e interdependientes de la historia contemporánea.


América Latina sentirá los efectos. Desde el punto de vista de los valores, la pérdida de unidad del núcleo occidental contribuiría a incrementar la tendencia al resquebrajamiento de instituciones fundadas en esos principios (la democracia, por ejemplo). Y en la perspectiva de los intereses, las implicancias geopolíticas serían mayores: al perder nuestra fragmentada región un punto de principalísimo arraigo ésta incrementaría su actual tendencia “flotante”, carente de identidad y de alineamientos convincentes mientras ejerce sobreabundante pragmatismo informal que facilita a China una proyección sin las resistencias necesarias y revaloriza la singular y precaria acción de nuestros débiles estados.


Si ello ya viene ocurriendo, con Trump la tendencia se incrementará. Él no debe ganar.


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