La gran crisis política de los países productores de petróleo en el Norte de África y el Medio Oriente ha impulsado el incremento de los precios del crudo generando incertidumbre, expectativas y especulación eventualmente desbordante. Algunos analistas resumen esta situación en el replanteamiento de un eventual escenario de shock al estilo de la década de los 70 del siglo pasado. Tal escenario se organizaría mediante el encadenamiento inflacionario que suma al incremento de los precios del petróleo el de los alimentos en un cuadro general de crecimiento sin empleo en los países desarrollados.
Bajo condiciones de normalidad, la respuesta al interrogante sobre el símil histórico con la revolución de la OPEP del siglo pasado sería negativa. Sin embargo, esa respuesta no puede plantearse plenamente a la luz de la dimensión la sistémica del escenario geopolítico en juego: buena parte del 45% de la producción mundial que controla la OPEP se encuentra en el Norte de África y el Medio Oriente, el escenario del mayor conflicto regional mundial hoy embarcado en una crisis política sin precedentes.
Si la anarquía no se impone y la transición política se logra en los países árabes hasta allí llega el símil setentero. Pero esa eventualidad sigue estando seriamente en cuestión.
Sin embargo, asumiendo que ésta pudiera ser superada, hoy no existe entre los exportadores de la OPEP ni la disposición al boicot ni la capacidad de manejo de las circunstancias que les permita un recorte de la oferta generadora de un antisistémico y exponencial incremento de los precios petroleros. Para empezar ese grupo de productores y exportadores, cuya cohesión actual es menor, no sólo no están dispuestos, como organización, a emplear como arma el precio del petróleo (salvo excepciones como, quizás, Venezuela o Irán) sino que no podrían hacerlo dadas las condiciones revolucionarias que desestabiliza a buena parte de sus gobiernos. Para ellos –y el gobierno que los sustituyan- mantener los ingresos en situación de debilidad resulta vital.
En consecuencia, la única posibilidad de un significativo recorte petrolero deriva de la disolución de los gobiernos árabes y de que los revolucionarios no sean capaces de sustituir a los gobiernos depuestos o que aquéllos no sean capaces de administrar el Estado ni de permitir la operación de las instalaciones por las empresas a cargo. Éste es, en efecto, un riesgo mayor.
Por lo demás, el impacto de la merma de producción del petróleo libio (3%-4% del total) no sólo es menor sino que los productores mayores (Arabia Saudita en especial) han expresado disposición a corregir la eventual irregularidad de la oferta. Y si es verdad que el petróleo libio es de superior calidad, éste tiene sucedáneos en el mercado donde los exportadores no miembros de la OPEP son productores mayoritarios.
Finalmente, si los miembros árabes de la OPEP luchan por la sobrevivencia de sus gobiernos frente al acoso ciudadano se entenderá que aquéllos tampoco tienen capacidad de organización confrontacional frente a los países desarrollados. Es más, si algún tipo de gobierno democrático emergiera de esa región –como ocurrirá- esa confrontación tampoco parece realizable en el mediano plazo.
En este contexto es necesario precisar que la producción global de crudo no ha mermado tan significativamente como para producir el incremento de precios que hoy quisiera abrumar al mercado (4.1% de alza en enero según la OPEP mientras que al 1 de marzo el WTI subía a US$ 99.63 y el Brent se ubicaba en US$ 115.42 explicando un alza de 2.74% y 3.24% en febrero).
En consecuencia, si la producción se mantiene razonablemente, el factor determinante del alza es el cambio de expectativas de los intermediarios derivadas, a su vez, del fuerte y real incremento del riesgo. Como es evidente, éstas se han reflejado en las transacciones del mercado de commodities.
Dada las circunstancias geopolíticas del área productora este comportamiento era esperable (es decir, es racional). Pero cuando de esa conducta excede el ámbito económico de la percepción buscado multiplicar el beneficio del intermediario en Nueva York o Londres, la actividad especulativa tiende a agrandar la brecha entre la oferta y la demanda amplificando, artificialmente, la distorsión económica y agravando la situación estratégica. De cara a esta realidad, los intermediarios prefieren no emplear el término “especulación” para explicar el incremento del precio aun cuando los productores reiteren (como lo han hecho) que la oferta de petróleo OPEP para cubrir la demanda de petróleo de ese origen se mantendrá en el 2011 (29.8 millones de barriles diarios creciendo 0.5 mbd en relación al año pasado) (1).
Es más, cuando alguna vez la materia se ha tratado en ambientes gubernamentales (p.e. en el Congreso norteamericano), la denegación de la existencia de la actividad especulativa (que es considerada sana) sólo permitió la consideración de la “especulación excesiva”. Este es uno de los factores por el cual el efecto inflacionario del incremento especulativo del precio del petróleo no se ha estudiado con la claridad debida en este caso no obstante la naturaleza estratégica del problema. Al respecto el FED apenas se ha remitido a asegurar que de incrementarse el alza intervendrá adecuadamente.
La urgencia de este esclarecimiento es hoy todavía mayor en tanto el incremento de los precios del petróleo altera la estructura de costos de los productos agrícolas generando inflación adicional. Y aunque el incremento de los precios de los alimentos precedió al aumento de los precios petroleros hoy estos últimos contribuyen, de manera importante, a retroalimentar el alza de los primeros generando serias distorsiones en los mercados, problemas de inseguridad alimentaria e incertidumbre social.
Dado que, en una medida aún insuficientemente esclarecida, el aumento de los precios de los alimentos estuvo entre los factores detonantes de la crisis en Túnez (que luego se esparció con velocidad extraordinaria por el resto de África del Norte y del Medio Oriente) el esclarecimiento de los hechos merece la más urgente prioridad.
Para empezar se debe tomar en cuenta que la FAO ha reportado que entre los años 2000 y 2008 el índice de precios de los alimentos (un promedio del precio de cinco grupo de commodities compuesto de 50 productos ponderado por su peso en las exportaciones) aumentó de 90 a 200, cayó con la crisis a 157 en el 2009 para recuperarse al cierre del 2010 a 223 puntos y cerrar el último registro, el 11 de enero pasado, en 231 puntos (250% más que en el 2000 a pesar de la gravísima crisis de 2008-2009 y sus consecuencias recesivas) (2).
Estos registros, que cubren un período anterior al de la crisis política del 2011, parecen indicar que los factores estructurales del incremento de los precios de los commodities (el aumento de la demanda en China e India y de las clases medias emergentes y el mantenimiento de los subsidios en los países desarrollados) han tenido quizás un impacto mayor que los factores circunstanciales que contribuyeron al alza reciente de los precios de los alimentos (la sequía en Argentina y Rusia –que devino en incendios catastróficos-, las grandes inundaciones en Canadá y Australia, los controles a la exportación -en los casos ruso y argentino- y el rápido incremento de los stocks emergentes).
Pero existe un factor sistémico que puede pesar más que los referidos factores estructurales y circunstanciales. Éste consiste en los menores niveles de producción en relación con el crecimiento demográfico reportados por The Economist sobre la base de estudios de la FAO y el riesgo de que la insuficiencia alimentaria, que hoy afecta a un mil millones de personas, pueda duplicarse hacia el 2050. Este serio problema malthusiano sólo puede corregirse como se ha corregido antes: incrementando la productividad mediante un mayor concurso de capitales y de tecnología de cara a la escasez de tierra disponible.
En efecto, si los factores circunstanciales generan inflación de corto plazo y los estructurales propenden a un incremento todavía mayor de precios, los factores de insuficiencia productiva anuncian graves problemas de inseguridad alimentaría que pueden devenir en problemas sociales en áreas de pobreza tradicional y en aquellas que hoy se incorporan a la revolución democrática (como el Norte de África y el Medio Oriente).
La gestión de este problema, que supone incrementar la producción alimentaria global en 70% hacia el 2050 era anunciada por una proyección OECD-FAO (3) como complicada pero esperanzadora antes de que se produjera la convulsión socio-política árabe y siempre que se mantuvieran ciertas premisas: la recuperación sana de los precio de los commodities, la vitalidad productiva de los países en desarrollo (especialmente de América Latina y algunos del Asia) y el crecimiento del comercio sur-sur en el sector. Como es evidente, estos supuestos asumen la ausencia de grave inestabilidad política.
Si bien el estudio OECD-FAO reconoce que esos países en desarrollo constituyen la mayor fuerza dinámica de la oferta, éstos dividen con los de la OECD la responsabilidad de la mayor exportación de ciertos productos. Así por ejemplo, a los de la OECD corresponde la mayor producción de cereales, granos y lácteos mientras que a los países en desarrollo corresponde la mayor producción de azúcar, arroz y aceites vegetales. Entre los problemas que pueden complicar los esfuerzos por satisfacer la demanda alimentaria en el largo plazo la FAO y la OECD identifican la volatilidad de los precios de los commodities. Ésta genera inseguridad alimentaria afectando a los granjeros y a la inversión en el sector. Y entre los factores de mayor volatilidad esa entidad incluye el precio del petróleo que encarece los insumos de la producción alimenticia y, por tanto el producto final cuyo valor en el mercado no se reduce con facilidad (los precios son “sticky”).
Teniendo en cuenta este aspecto de la crisis en los estados árabes, la rápida estabilización de esos estados una vez que haya concluido la reforma democrática resulta vital para los países en desarrollo y para la economía global. Tan importante como ello es la normalización de las expectativas de los mercados petroleros y evitar la “especulación excesiva” en ellos para minimizar su impacto en la estructura de costos de la producción alimentaria.
Esta es la base para proceder luego, o de manera paralela, a negociaciones que liberen a los mercados agropecuarios de distorsiones de oferta que afectan a los más débiles. Resolver esta problemática –que implica el compromiso de la comunidad internacional con la transición política en los países árabes y su más rápida estabilización- es mucho más sensato que adelantar, como hechos consumados, escenarios setenteros con peligroso ánimo regresivo.
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