Los acuerdos comerciales son casi tan antiguos como el comercio mismo. La historia de esos convenios ha tenido, en la mayoría de los casos, una dimensión de seguridad. El debate entre mercantilistas (que sostienen que el comercio debe fortalecer al Estado) y liberales (que enfatizan el rol del libre comercio como instrumento de paz) es esclarecedor al respecto. Pero lo es más el hecho de que Estados Unidos destaque explícitamente la dimensión de seguridad del comercio y que sustente la legislación correspondiente en consideraciones de interés nacional vinculadas a ese ámbito. En épocas de “globalización” ello no ocurre con muchos países en desarrollo y, en tiempos de TLC, tampoco sucede en el Perú.
En efecto, Estados Unidos desagrega la dimensión de seguridad del comercio en tres estamentos: la Estrategia de Seguridad Nacional de setiembre del 2002, la Ley de Preferencias Comerciales (PL 107 de agosto de ese mismo año) y una compleja legislación sectorial promulgada a propósito de los trágicos acontecimientos del 11 de setiembre del 2001. Los dos primeros estamentos configuran un marco que promueve el crecimiento económico global y regional a través del incremento de los flujos comerciales y de los acuerdos que lo estimulen. El último, más concentrado en la seguridad norteamericana, establece una serie de requerimientos a las importaciones estadounidense y a la infraestructura comercial que las sostienen. Éste constituye, en los hechos, nuevas barreras comerciales. Los negociadores peruanos, aunque se hayan referido al caso, no parecen haber hecho su tarea al respecto.
Para quienes crean que la negociación de un acuerdo de libre comercio es sólo asunto que compete a técnicos basta hacer referencia al capítulo sexto de la Estrategia de Seguridad norteamericana. Las autoridades del Departamento de Defensa (aunque el documento se origina en la Casas Blanca) sostienen que una de las formas de satisfacer el interés nacional estadounidense en la materia es la promoción del crecimiento global empleando, entre otros instrumentos, acuerdos de libre comercio. A mayor abundamiento, los congresistas que aprobaron la Trade Preference Act, que sustenta Ley de Preferencias Andinas, lo hicieron en el entendido de que la expansión comercial es vital para el crecimiento, la fuerza y el liderazgo norteamericanos y que, en ese marco, los acuerdos de libre comercio contribuyen a maximizar las oportunidades económicas de la superpotencia.
A mayor abundamiento, de acuerdo a esa ley que concierne al ATPA, la subregión andina, cuya inestabilidad se percibe como una amenaza para los Estados Unidos y el mundo, puede disminuir su alta vulnerabilidad a través del otorgamiento de esa facilidad cuya contrapartida de seguridad es el esfuerzo antinarcóticos. Hasta aquí el enfoque norteamericano contribuye al crecimiento de nuestra economía al tiempo que estimula la lucha contra una amenaza preexistente a los ataques terroristas del 11 de setiembre. Aunque de manera asimétrica, esa ley define un escenario de intereses complementarios con enfoques de apertura.
Pero luego de aquella fecha trágica, la dimensión de seguridad del comercio cobró para las autoridades norteamericanas una intenso carácter defensivo traducido en la promulgación de legislación comercial que complica el flujo de los intercambios y eleva los costos de transacción. Esa legislación establece unilateralmente requisitos de seguridad en los ámbitos del transporte, las fronteras y aduanas, la infraestructura portuaria, los containers y los productos (el caso del ley contra el bioterrorismo). Al hacerlo no sólo dificulta el acceso al mercado norteamericano sino que traslada parte del costo de la seguridad al exportador que debe adoptar medidas para adaptarse a la ley norteamericana. Aunque no disponemos de la estadística necesaria, se deduce que estas medidas elevan el costo de exportar en el origen, el tránsito y el destino del flujo comercial.
Si es razonable suponer que esa medidas precautorias son necesarias, también es sensato sugerir que las partes puedan discutir su adecuada racionalización, los mecanismos para llevarlas a cabo sin merma para el exportador local y los medios para distribuir sus costos. Lo menos que se puede aspirar al respecto, como dice un académico norteamericano, es la evaluación conjunta de la amenaza. Para ello no basta denunciar la naturaleza unilateral de las medidas si no se ha identificado antes la afectación del interés nacional del país exportador. Y menos si, como en el caso del Perú, éste no ha definido claramente el interés nacional de seguridad comprometido en la negociación del acuerdo de libre comercio con Estados Unidos.
Esa tarea no corresponde a la comisión multisectorial ni al comité negociador del TLC, sino a las instituciones del Estado que definen los términos de la seguridad nacional. Los liberales clásicos no pueden estar en desacuerdo con este argumento.
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