Corea del Norte no tiene para el Perú ningún valor estratégico ni económico que compense el costo político de las relaciones diplomáticas establecidas en 1988 bajo el gobierno aprista.
El único sentido eventual de ese vínculo pudo haber sido la obtención de información de uno de los Estados totalitarios más opacos de la historia contemporánea y la diversificación de nuestras relaciones. Pero ni el flujo de información parece haber sido cuantioso o útil y los beneficios diversificación fueron anulados por la agresiva conducta norcoreana.
En el proceso Corea del Norte se ha convertido en una real y creciente amenaza de carácter extra-regional a partir del inició su programa nuclear a finales del siglo pasado.
En consecuencia, la ruptura de esa relación debió estar en la agenda de la política exterior peruana desde se momento en que ese Estado se retiró el tratado de no proliferación en 1994.
El hecho de que no se tomara esa decisión pudo deberse a las expectativas de la negociación que luego llevaron a cabo Estados Unidos, Rusia, China, Corea del Sur y Japón con Corea del Norte hasta alcanzar un resultado aceptable (neutralización de los reactores nucleares capaces de producir plutonio enriquecido a cambio de reactores “pasivos” y adecuado aprovisionamiento de petróleo).
En lugar de aprovechar esa oportunidad de inserción, Corea del Norte hizo buen uso de la indisposición de sus rivales a optar por alternativas de fuerza. Sin pérdida tiempo se embarcó en el desarrollo misilero realizando las primeras pruebas en 1998. Ello condujo a nuevas negociaciones. El patrón de amenaza-negociación-amenaza mayor adquirió entonces una nueva y estratégica calidad ofensiva de incremental ámbito extra-regional.
Perú, que es signatario del tratado de no proliferación y mantiene una política antinuclear de especial arraigo en América Latina, tuvo entonces otra oportunidad para terminar la relación con ese Estado hostil. Pero tampoco la concretó esperando quizás un nuevo ciclo negociador. La esperanza, que no es buena consejera, no se ha realizado.
Es más, las razones para no esperar un nuevo ciclo negociador han aumentado por la sencilla razón de que la potencia totalitaria ha cruzado el umbral estratégico que cancela la anterior dinámica: ya posee el arma nuclear y la capacidad de largo alcance para portarla.
Si hubieran nuevas negociaciones, éstas se realizarán bajo condiciones totalmente distintas a las existentes en 1988 cuando se tomó la irresponsable decisión de establecer relaciones con Corea del Norte. Esas negociaciones probablemente se limitarán hoy a contener el poder norcoreano. Ya no a cancelarlo.
En consecuencia, el incremento y la permanencia de la amenaza de agresión nuclear por una potencia hostil contra socios del Perú será la característica dominante de la relación con una potencia menor y antinuclear como el Perú.
Es más, esta relación estará calificada por la conducta de un Estado totalitario y dinástico que ha encontrado en el incumplimiento de acuerdos estratégicos un campo fértil para el incremento de su poder. El valor de esa relación será para Corea del Norte aún más débil conforme ingresa al trato militar semiparitario con potencias mayores mientras emplea al Perú apenas como una muestra de su creciente influencia.
Por ello no es necesario que bajo estas condiciones se le recuerde al Perú que debiera proceder a cancelar la relación con ese Estado de extraña racionalidad.
Si ésta es una amenaza letal para nuestros socios, ésta se reitera y afecta la capacidad negociadora del Perú (por ejemplo en el Consejo de Seguridad al que se reincorporará por el término bianual) ese vínculo debe ser cancelado. Especialmente si, como es evidente, el Perú no tiene modo de cambiar la conducta norcoreana sino mediante la aplicación colectiva de medidas coercitivas.
Más aún cuando el régimen que se beneficia de nuestra hospitalidad diplomática no ha tenido reparos para condenar a la hambruna a su población hace apenas una veintena de años y, bajo esas condiciones, desarrollar capacidades militares convencionales y nucleares imposibles de lograr sin masiva ayuda externa.
Con una economía que es la quinta parte de la peruana, exportaciones de se contabilizan apenas en el rango de los US$ 2.8/ US$ 3.5 mil millones (menos del 10% de las nuestras) colocadas en un 85% en China, es claro que Corea del Norte no tiene nada que ofrecer en el sector.
Pero además parece claro que su capacidad nuclear es producto de una clamoroso desbalance financiado y aprovisionado por algún interesado (desde China hasta Pakistán) en contarlo entre sus filas. Esa eventual instrumentación no es buena para el Perú. Y menos si su modus operandi con su entorno suele estar caracterizado por el delito.
Bajo estas condiciones también es claro que el Perú se ha abierto un flanco de vulnerabilidad incompatible con las condiciones de diversificación de sus relaciones diplomáticas.
En consecuencia, al margen de ciertas solicitudes norteamericanas que han ignorado toda formalidad, el Perú debe proceder al rompimiento de una relación con un interlocutor cuyo activo principal se reduce a la generación de amenazas catastróficas. La cuestión no es si el Perú debe hacerlo, sino cuándo. Y la respuesta es: a la brevedad. Lejos de ser pasiva esa acción sería una demostración clara de la capacidad del Perú de hacer buen uso de sus capacidades diplomáticas.
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