La elección de Sebastián Piñera ha disminuido, de momento, la agresividad mediática peruano-chilena, reactualizado circunstancialmente los contenidos de algunas propuestas sobre la relación bilateral y reorientado hacia la buena voluntad la retórica de los gobernantes.
En efecto, los medios peruanos se han concentrado en informar sobre el desarrollo de la contienda electoral chilena (cuyo proceso ha sido, en general, elogiado), se han reanimado las propuestas chilenas de aceptación de lo que disponga la Corte Internacional de Justicia sobre la controversia marítima, se han replanteado las iniciativas de convergencia económica y las autoridades peruanas (y las electas en Chile) han concordado en que la relación bilateral debe reencontrar mejores términos.
Sin embargo, la orientación general de estos planteamientos se han enmarcado en el Perú entre dos extremos: las implicancias bilaterales del origen empresarial del señor Piñera (p.e. el incremento del valor bursátil de sus empresas obligó a la suspensión momentánea de operaciones en la Bolsa de Santiago señalando las ganancias posibles de los agentes privados de ambos países) y las percepciones de seguridad vinculadas a la continuidad del comportamiento “portaliano” del Estado chileno.
Muy pocos enfoques se han basado en el plan de gobierno del presidente electo el que, a pesar de las limitaciones de ese instrumento (las conceptuales, las que se derivan de la circunstancia electoral y las que se toparán con las realidades del gobierno), traduce lo que el señor Piñera piensa sobre política exterior.
Este planteamiento se desarrolla en siete “ejes” que, recurriendo a elementos de idealismo y pragmatismo, enuncia principios de carácter convencional (los dos primeros capítulos suscriben aquellos que se pueden encontrar en las cartas de la ONU y de la OEA), define dos campos de acción (América Latina y el mundo) y señala un dominio prioritario (el Océano Pacífico) y otro institucional (referido a la gestión de la política exterior).
Planteada en términos de continuidad (el elemento predominante) y cambio, la orientación general de esa agenda muestra, de manera no explícita, el potencial de cooperación peruano-chileno, no expresa hostilidad con el Perú (aunque ciertos planteamientos económicos -el énfasis en la apertura del sector servicios- y marítimos –el énfasis del rol preponderante en el Pacífico- pueden incrementar la fricción en el área) y no agrega complejidad a la controversia marítima que la Corte Internacional de Justicia debe dirimir.
En este marco dependerá del control que el Presidente electo tenga de la política exterior de su país (y del incremento sensato de las relaciones de interdependencia) que una relación menos urticante se imponga sobre la tendencia inercial de la siempre latente opción de suma 0.
Si el control se ejerce con diligencia y la interdependencia progresa con sensibilidad, los elementos mostrados en el plan de gobierno de Piñera podrán mejorar su disposición a priorizar la integración en la región y, especialmente, la buena relación con los tres vecinos de Chile.
De otro lado, a la luz de la diversidad y hostilidad ideológica que se ha instalado en el área, el gobierno del presidente electo deberá optar por el pragmatismo si desea que la integración progrese al menos en su dimensión infraestructural (en este punto Piñera prioriza el Cono Sur). Un grado mayor de esa cualidad deberá estar disponible si el presidente electo desea recomponer la relación con el Perú y compensar su indisposición a negociar una salida soberana al mar con Bolivia.
El pragmatismo, sin embargo, no excluirá la incidencia del factor ideológico si se mide bien el expresivo cuestionamiento del carácter del régimen venezolano realizado por Piñera. Más aún cuando pretende fortalecer la Carta Democrática interamericana en circunstancias en que la democracia representativa se ha descompuesto en la región.
De una adecuada combinación de pragmatismo e idealismo podría emanar, sin embargo, una nueva predisposición estratégica que otorgue prioridad a una mejor coordinación entre los Estados que privilegian la democracia representativa y la economía de mercado en Hemisferio americano.
Si ello pudiese aplicarse al Pacífico latinoamericano, la realidad estratégica del Arco podría estar más cerca de lo que parece. La importancia de ese proyecto en la relación con el Perú podría fortalecerse si ese proyecto liberal se asienta en la previa consolidación de la relación con Estados Unidos y la Unión Europea (es decir, con Occidente) a través de las agendas concretas propuestas (energía, seguridad regional y los “nuevos temas” con el primero y una mejor relación con los nuevos miembros de la UE con el segundo).
Sobre esa base, la aproximación económica al Asia (destino de 40% de las exportaciones chilenas) y una mejor gestión de los acuerdos de libre comercio para éstos beneficien a la pequeña y mediana empresa tendría más sentido para Chile y también para la relación con el Perú.
Estas posibilidades encontrarán limitaciones, sin embargo. Una de ellas podría derivar de la vocación chilena de ampliar su influencia en el Pacífico y otra de la aspiración al incremento de su rol “preponderante” si ésta se realiza al margen o en perjuicio del Perú. Si el programa del señor Piñera no repara en ello, su gobierno debería hacerlo pues el incremento del desequilibrio estratégico en el Pacífico suramericano incrementará las tensiones bilaterales complicando aún más el desequilibrio de capacidades y el deterioro de la relación peruano-chilena ligado a las implicancias de la controversia marítima.
A esa complicación podría agregarse el malestar público en el Perú si el incremento de la interdependencia económica no va acompañado de una disminución de sus desequilibrios (que requieren una mejor gestión público-privada). A ello puede sumarse el problema de la mediterraneidad boliviana (que, mientras dure la controversia peruano-chilena, no tiene posibilidades de ser atendido por territorios que fueron peruanos) si ésta es manejada por Chile en términos de generación de desequilibrio inconveniente para el Perú a pesar de la distancia ideológica que existe ahora entre el presidente electo con el gobierno del señor Morales.
Aún es temprano para definir cómo se desarrollará la relación peruano-chilena en el mediano plazo. Si hay razones para esperar que mejoren, las hay también para esperar que su punto de equilibrio siga siendo bajo. El Perú debe pretender lo primero y mejorar sus capacidades para lo segundo.
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