11 de mayo de 2005
Las cumbres presidenciales, aún las geopolíticamente innovadoras como la realizada en Brasilia entre Jefes de Estado suramericanos y árabes, suelen tener múltiples propósitos. Uno de ellos, el de la socialización, permite a los presidentes tratar informalmente temas que la rigidez de otros contextos impediría. En ese ámbito no sólo era lógico sino hasta imprescindible que la crisis diplomática entre Perú y Chile relacionada con la venta de armas al Ecuador en 1994-1995 fuera desescalada por los presidentes Toledo y Lagos. Lamentablemente, el encuentro entre ellos sólo ha servido para agudizarla. En efecto, el presidente Toledo ha condicionado la superación del impasse con Chile a la expresión pública de disculpas por ese país relacionadas con el hecho mencionado y el presidente Lagos ha contestado, con displicencia, que la relación bilateral no sólo no está tensionada sino que no existen temas pendientes entre las partes. De esta manera los máximos dirigentes de la política exterior de ambos países han delegado al transcurso del devenir una responsabilidad esencial del cargo: contribuir a la solución de los problemas entre Estados y a la mejor satsifacción de los requerimientos nacionales.
El impacto de un problema artificialmente creado, probablemente mal tratado en instancias preliminares y escalado por la pugna interburocrática entre ambas cancillerías ha sido subestimado a pesar del potencial disolvente que la crisis tiene en el ámbito de la seguridad, del comercio y de la relación entre los pueblos. Si algún problema adicional ha ocurrido en Brasilia para que ambos mandatarios incrementen el daño de la suspensión de los más importantes canales de coordinación y consulta política (el “dos más dos” que integran las cancillerías y los ministerios de Defensa), inhiban negociaciones comerciales ampliatorias del acceso a los mercados de los agentes económicos de ambas partes y arriesguen el trato a nuestros emigrantes (más de 60 mil sólo en Chile) no lo sabemos.
Lo que sí sabemos es que en momentos en que la Comunidad Suramericana de Naciones transita hacia una relación innovadora y complicada (el trato en conjunto con los países árabes) de la que recelan nuestro principal socio económico (Estados Unidos) e Israel, los encargados de la proyección externa de Perú y Chile -los Estados responsables del Pacífico sur suramericano-, se dan el lujo de mostrar la inconsistencia de esa Comunidad. Y también quedamos notificados de que el Jefe de Estado peruano está dispuesto a agregar al vacío de poder en nuestras fronteras sur y norte –el caso de Bolivia y Ecuador-, la hostilidad chilena. Y estamos también al tanto de que el Jefe de Estado chileno considera poco relevante el deterioro de la relación con su vecino del norte cuando hasta no mucho una de las percepciones dominantes en su país era la de su aislamiento en la región.
Este irracional desentendimiento se instala un contexto aún más fragmentado por las diferencias entre Brasil y Argentina. Al respecto, los problemas comerciales en el Mercosur parecen ser sólo la punta del iceberg de la creciente preocupación argentina por el predominio regional brasileño (el status de líder suramericano acaba de serle ratificado por la Secretario de Estado norteamericana, la Dra.Rice, mientras que su aspiración a la membresía permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU tiende a formalizar una nueva jerarquía de poder en la región). Ello sin contar con el hecho de que México, por la naturaleza de la cosas, ha sido “marginado” de una región a la que geográficamente no pertenece pero de la que políticamente se consira parte a través de su adscripción latinoamericana (de allí la importancia que asigna ese país a su contactos con la CAN y el MERCOSUR y a su participación en el Grupo de Río).
A este contexto de descohesión regional e inestabilidad vecinal los presidentes de Perú y Chile han decidido agregar irritación y un tratamiento mediático que raya en la hostilidad.
Y lo han hecho cuando las respectivas cancillerías parecen atrincheradas en acusaciones y declaraciones de inconsistencia mutua y dolo deliberado en temas de seguridad y defensa. Con el agravante de que frente al desmanejo de una problemática que debiera merecer la reserva que le es propia, se ha recurrido de manera reiterada al comunicado público fundado en hechos de hace una década, en fuentes exógenas de dudosa calidad y exhibiendo los pormenores del manejo de crisis del momento (1995). No contento con ese nivel de publicidad el presidente Toledo reclama aún más exhibicionismo mientras el presidente Lagos prefiere ignorar el hecho de que, a pesar de la buena disposición de la población, la desconfianza generalizada está reemplazando a la generación de confianza bilateral en la que ambos mandatarios se han empeñado durante por lo menos tres años.
Ahora que la indolencia bilateral ha sido mostrada al más alto nivel y consumidas las instancias intermedias, la relación bilateral ha quedado librada a la estabilidad de las interacciones de la aún escasa interdependencia generada entre los dos países. Esa expectativa, que pone en evidencia la incompetencia compartida para resolver problemas, puede ser también frustrada si consideramos la vulnerabilidad de esa interacciones al mal comportamiento de sus agentes (el caso Lan) y a la influencia de los populistas extremos (como los indigenistas y cocaleros) y de los ultranacionalistas reencarnados (visibles en izquierdas y derechas).
La oportunidad se presenta magnífica para los auspiciadores de la fuerzas de fragmentación en ambos países.
Especialmente cuando el presidente Toledo ha decidido convertir un hecho del pasado, en el que ha intervenido formalemente la diplomacia peruana, en una suerte de nuevo irredentismo nacional. Al respecto parece olvidar que la causa nacional, bajo esta administración, no ha recibido el mejor trato si se tiene en cuenta la despreocupación por el equilibrio estratégico con Chile y la indisposición a confrontar políticamente al gobierno que, protegiendo a un usurpador de la Presidencia de la República, afrenta la condición nacional y a la esencia del Estado como nunca en la historia.
A estimular las fuerzas de fragmantación también inducen las autoridades chilenas, probablemente aún bajo presión de ciertos poderes fácticos, cuando deciden cancelar toda disposición pública a reexaminar hechos en los que tuvieron responsabilidad manifiesta en un contexto electoral en el que una seña de madura contrición es expuesta como un acto de debilidad nacional.
Frente a estos hechos, de los que sólo a un costo mayor se puede quitar la vista, nuestras autoridades deben recapacitar y las chilenas reflexionar. El interés nacional no se satisface hoy cerrando la comunicación entre los Estados y pueblos vecinos sino generando interdendencia, solucionando problemas y construyendo equilibrios consistentes atribuibles a los responsables políticos antes que a la inercia vulnerable de los agentes del mercado.
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