24 de setiembre de 2024
En medio del creciente y crítico desorden internacional, descrito como un escenario “insostenible” por el Secretario General de la ONU, la Asamblea General de esa entidad ha inaugurado un nuevo período de sesiones ordinarias.
A la luz de la interacción entre la muy compleja problemática global que se debe afrontar y los conflictos específicos que apuntan al cambio del sistema, la autoridad de la ONU parece haber priorizado lo primero señalando un camino hacia un mejor provenir multilateral (la “Cumbre del Futuro”) para dar paso luego al debate general en el que el conflicto sistémico se presentará en todas sus aristas.
Esa “cumbre” ha producido una extremadamente ambiciosa lista de objetivos globales resumidos en el “Pacto para el Futuro” (aprobado por consenso) y en una más específica atención brindada asuntos de tecnología digital.
El Pacto, basado en la percepción colectiva de que esta época de profundos cambios trasnacionales y de gran riesgo interestatal, presenta también oportunidades para un “nuevo comienzo” con instituciones multilaterales fortalecidas. Aquéllas se viabilizarían, mediante 56 acciones correspondientes a 5 capítulos consensuados.
Visto esquemáticamente, este listado no parece abrumador. Pero la ambición de lo allí comprometido genera otra impresión. Por ejemplo, en materia de paz y seguridad cabe preguntar si es en realidad posible hoy adjudicar súbita eficacia a los esfuerzos colectivos para atender las causas raigales de la conflictividad internacional cuando todos los miembros permanentes del Consejo de Seguridad están involucrados en contiendas yuxtapuestas a las que se suman cada vez más potencias. Peor aún cuando el gasto militar de las principales potencias (incluyendo el nuclear y de nuevas tecnologías) aumenta sustancialmente con tendencia de largo plazo, esquemas de integración orientados al bienestar (como la Unión Europea) incrementan, bajo presión, su preocupación por la defensa y la cooperación efectiva es restringida a unos cuantos que hoy aspiran más al manejo del conflicto y al cese al fuego que a soluciones definitivas. De otro lado, estando la protección de civiles lejos de ser hoy siquiera una intención en los diferentes campos de batalla (generalmente urbanos) y el terrorismo evoluciona al punto de no sólo generar guerras entre Estados sino de modificar balances de poder y alterar el orden global, es difícil afirmar voluntad de paz y prever cuándo se cerrará este ciclo.
Si bien el Pacto es valioso como propuesta de futuro basado en buenas intenciones, las dinámicas de poder en actual despliegue no serán arredradas con facilidad. Para menguarlas sería necesario que los Estados comprometidos en conflictos de escala repensaran sus doctrinas de jerarquización, posicionamiento y escalamiento predominante, atenuaran su impulso nacionalista, tomaran nota de los riesgos colectivos que produce el cambio de sistema bajo extremos términos de poder, respetaran a los estados que están en paz relativa e impulsaran puntuales aproximaciones de utilidad mutua.
Y en materia de desarrollo sostenible ciertamente es loable que el Pacto reitere el compromiso con la agenda de Objetivo del Desarrollo Sostenible (ODS) a alcanzarse en 2030 y que se fortalezcan las acciones para afrontar el cambio climático.
Pero algo más que esa renovación de responsabilidades se requerirá si, a pesar de esfuerzos desiguales (sólo los países desarrollados han logrado cierta reducción), las emisiones de gases de efecto invernadero siguen aumentando (con los países del G20 encabezando el ranking dominado por China) mientras el aumento de temperatura promedio en 2022 excedió los 1.5ºC aunque sin sobrepasar ampulosamente los límites establecidos en los acuerdos de París de 2015 ( 2ºC y 1.5ºC de preferencia por encima de los niveles preindustriales) según el reporte de 2023 de las Naciones Unidas.
Por lo demás, se han detenido (y hasta revertido) los esfuerzos para lograr los ODS hacia 2030 según el informe ad hoc de la ONU 2024 (sólo el 17% de las 169 metas están “en vías de ejecución” y más del 50% “presentan progresos mínimos”). Con una reducción del PBI global per cápita desde el 2010 (a 1.6% entre 2015-2022) y del estancamiento de la productividad (debajo de 0.5% en 2022-2023) hacia el 2030, 590 millones de personas estarán pobreza crítica mientras hoy el 9% de la población mundial la padece con tendencia al alza (12.2% en países de ingreso medios bajos). Y si el déficit anual de inversiones para países en desarrollo fue mayor que el global en 2023 (UNCTAD), se ha ampliado la brecha del gasto en servicios esenciales: 60% del total efectuado en países desarrollados y sólo 40% en los países en desarrollo.
Esta tendencia al incremento de la desigualad tiene el agravante de una creciente acumulación de déficits fiscales por mayor propensión global al gasto sea por necesidades de incrementar la productividad (Draghi), aumento de capacidades de defensa o por la simple inclinación de los partidos políticos en todas partes. Sobre ese problema, que tiende a la insostenibilidad, el FMI acaba de llamar la atención.
Bajo estas limitaciones quizás sería adecuado proceder a las reformas institucionales del sistema de Naciones Unidas (especialmente de las entidades financieras multilaterales y el Consejo de Seguridad -donde la posibilidad arrastra los pies desde 1992 luego de la ampliación previa-) para permitir mayor participación y representación. Pero el desorden y las irresueltas contiendas de poder, especialmente entre los miembros permanentes de ese Consejo, probablemente las seguirán dilatando. Si bien el Pacto del Futuro muestra un camino, su cabal cumplimiento no parece expeditivo ni cercano. Un multilateralismo más realista impulsado por participantes eficaces e insustituibles esfuerzos nacionales es indispensable.
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