Para ejercer una política exterior las comunidades nacionales deben asegurarse primero que tienen un Estado. Este lugar común no parece ser evidente para los peruanos considerando la crítica situación de nuestra República cuando su base institucional se ha asomado al precipicio.
En efecto, en las últimas semanas el pacto social que resume nuestra comunidad se ha resquebrajado evidenciando grave ilegitimidad gubernamental, manifiestas fracturas jurisdiccionales y de independencia de poderes y una ciudadanía sin otra cohesión que no fuera el miedo al vacío de poder y la sublevación justa.
Esta situación anárquica es un escenario presente y también el resultado de una descomposición progresiva reflejada en la imposibilidad de establecer consensos estables. Su evidencia se expresa en el tránsito de cuatro presidentes en los últimos cuatro años.
Ésta vorágine se ha agravado en tanto el Estado no ha encontrado asidero mínimo en la estructura regional cuyos fundamentos se han erosionado extraordinariamente al punto de que ni el núcleo de cohesión liberal (los países de la Alianza del Pacífico) ha podido escapar al huracán desestructurador que barre el área.
Y si la descohesión interna fue abonada también por los costos de la desigualdad no corregida por la reforma económica, por la decadencia de la representatividad política, la insuficiente consolidación de la legitimidad presidencial recuperada del agujero fujimorista, el último zarpazo al Estado ha provenido de la demolición del mercado, de la salud pública y de la extraordinaria incertidumbre generada por la pandemia.
Pero aún teniendo en cuenta el gravísimo impacto desarticulador de ese fenómeno global, lo ocurrido en el Perú se ha parecido mucho, por propia responsabilidad, a la vorágine anárquica que envolvió a Bolivia entre 1978 y 1982 (trece cambios en la jefatura del Estado), a Ecuador entre 1996-1998 (cuatro presidentes en cuatro años) o a Argentina entre 1999 y 2003 (también cuatro presidentes en cuatro años). Esos procesos encontraron salidas distintas pero el costo interno y de política exterior fue extremadamente alto.
Ahora que los peruanos nos hemos involucrado en un proceso similar bajo las peores circunstancias externas debemos poder reconocer la importancia de la recuperación del Estado y no sólo de la confianza social o la generación de reformas sectoriales en función de la estabilidad del próximo proceso electoral. Especialmente cuando el Estado ha demostrado ser el actor principal en la confrontación del schock externo que hoy padecemos. Sin él no hay cooperación internacional que valga y tampoco mercado.
Frente a tamaña realidad nuestros cancilleres-diplomáticos no debieran exagerar éxitos de gestiones minimalistas (menos cuando esa labor ha sido multisectorial y los intereses y la agenda externa se han reducido exponencialmente). Si la falta de Estado no puede ocultarse bien podrían esos agentes plantear que harán para recuperar capacidades y proyección externa sabiendo que esa tarea no es monopolio de los diplomáticos.
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