En un contexto de evidente disminución de la tensión entre Perú y Chile, nuevos –y sorprendentes- exponentes de la línea dura en ese país pretenden reinstalar la fricción en el Pacífico Sur suramericano. Para hacerlo estos voceros están recreando una racionalidad estratégica con el propósito de coactar al Perú, debilitar la política del gobierno chileno en torno a una mayor interdependencia con nuestro país e incrementar la reacción emocional de la ciudadanía chilenas a la demanda peruana sobre delimitación marítima.
El sorprendente vocero diplomático de este iniciativa mediática es un reciente ex-canciller que considera que la política chilena de “encapsulamiento” del proceso que se sigue en La Haya no sólo es un error sino que no defiende adecuadamente el interés nacional chileno.
Olvidando que fue la ex -presidenta Bachelet quien planteó en Chile la necesidad de establecer, luego de la demanda peruana, “relaciones inteligentes” con nuestro país y que originalmente ella sostuvo que el Perú tenía el derecho de acudir a la Corte como cualquier Estado, el ex –canciller sostiene que la política de “encapsulamiento” debe concluir por razones de honor nacional y de estrategia jurídica. En efecto, sin dar cuenta que la demanda peruana ha sido planteada en tanto mecanismo de solución pacífica de controversias (y que, por tanto, no es una “acto inamistoso”) ni que el Perú ha optado también, en la medida de lo posible, por una política de “cuerdas separadas”, el ex -canciller considera que la versión chilena de la misma afecta la dignidad de Chile y que, en consecuencia, se debe responder.
Tan pasional reacción, sin embargo, se expresa normativamente como una cuestión de grado antes que de fondo. Y, por tanto, exhala más humo que fuego. No se puede concluir algo distinto cuando el ex -canciller sostiene que durante el gobierno de la Concertación éste procuró mantener buenas relaciones económicas con el Perú (de las que Chile obtiene algo más de ventaja que el nuestro) enfriando o prescindiendo de los demás instrumentos (es decir, graduando las relaciones políticas y de seguridad).
Si bien ello se constató con más evidencia en la relación militar que en la política (finalmente los intereses convergentes en escenarios como el multilateral, no pueden bloquearse sino al mayor costo de quien los entorpece), lo cierto es que los canales de comunicación nunca estuvieron cerrados en esos ámbitos.
Si en ello consistieron las “relaciones inteligentes” con el Perú (que tuvieron, además, una expectativa de mejora para no sacrificar la estabilidad en el área que el gobierno de Chile mantiene nominalmente como una prioridad política), el dramatismo con que el excanciller llama la atención por la mayor apertura de su gobierno debiera entenderse como una cuestión de grado.
Lamentablemente, ésta viene cargada de exuberante animadversión que busca incrementar el peso de los factores subjetivos en la controversia peruano-chilena. En efecto el ex-canciller sostiene que mientras que en cuestiones objetivas del proceso (el derecho y los precedentes) Chile es fuerte y el Perú débil, en cuestiones subjetivas (el factor de equidad que contribuye a ilustrar los criterios de la Corte) el Perú puede ser fuerte y Chile débil. Si esta es la situación, dice el ex -canciller, la Corte considerará que una sentencia basada también en criterios de equidad tiene menos riesgo que en el caso contrario. En consecuencia, con lógica rudimentaria, el ex -canciller concluye que es necesario incrementar la tensión con el Perú para que la Corte aplique “sólo” el derecho y los hechos que, a su juicio le dan la razón a Chile.
Como es evidente, esa ofensiva recomendación es contraria al buen uso de los instrumentos de solución pacífica de controversias a cuyos principios Perú y Chile han adherido en el marco de la ONU. Y es contraria también al adecuado comportamiento que las partes deben guardar en un proceso ante la Corte Internacional de Justicia. En otras palabras, el ex -canciller está proponiendo una ilegalidad no distante de tácticas pretéritas que debe ser denunciada.
Sin embargo, ello no será suficiente si analistas militares chilenos insisten en sostener que el proceso ante la Corte, que según ellos es inamistoso, debió ser afrontado mediante una estrategia multidimensional ad hoc sustentada en el despliegue de poder. Estos estrategas afirman que Chile debió plantearle al Perú un escenario de presión “local o general” para generarle un frente adicional al frágil escenario de seguridad interna y obligarlo a concluir que no podía luchar en dos frentes simultáneos. Esa presión debía incluir todos los factores de poder, incluyendo el militar. Este escenario debía ser más hostil aún si por presión “local” entendemos el ámbito fronterizo y por presión “general” la que moviliza todas las capacidades nacionales.
Como ello no ocurrió en su oportunidad, esos estrategas sugieren que este escenario debe plantearse mirando al futuro en un contexto percibido por ellos como de incremental debilitamiento de la seguridad interna peruana (ello supone un mayor activismo de Sendero Luminoso y del narcotráfico y un debilitamiento del gobierno añadido a una eventual resurgencia nacionalista además de un conjunto de reivindicaciones sociales como lo sugieren algunas revistas ilustradas).
Y si por “futuro” debemos entender el momento en que se produzca el fallo de la Corte y no sólo el transcurso de cierto tiempo, esos estrategas están pensando quizás en la complicación de la ejecución de la sentencia o en su abierto incumplimiento.
La imprudencia de estos estrategas llega al punto de dejar de considerar que una reacción semejante llevaría a Chile ante el Consejo de Seguridad de la ONU convirtiendo la solución a una controversia bilateral en un asunto multilateral y deteriorando sustancialmente factores esenciales de la política exterior chilena (entre ellos, el prestigio y la imagen).
El Perú no puede menospreciar estas reacciones que dan muestra de algo más que una campaña mediática. Pero al mismo tiempo, debe convenir con el gobierno chileno que ambos Estados mantendrán la práctica de la política de distensión existente (y quizás llegar a un acuerdo sobre comportamiento prudente durante el proceso jurídico teniendo en cuenta la volatilidad cíclica de la relación peruano-chilena). Para que ello ocurra con adecuado sustento, el Perú debe tomar recaudos internos y externos.
Entre los primeros resalta la atención que el gobierno debe prestar a la seguridad interna. El propósito es, además de ganar estabilidad y orden, restar a los halcones chilenos la disposición a explotar la inseguridad del país. Y, complementariamente, el gobierno debe disminuir el riesgo al que siempre está expuesta la relación económica peruano-chilena (que, en efecto, debe contribuir a incrementar la interdependencia).
Para ello debe tenerse en cuenta tanto el incremento de la sensibilidad de ese vínculo en tanto los agentes gubernamentales chilenos pertenecen al gremio empresarial (algunos con intereses en el Perú). Y también los efectos en el Perú de las mucha veces despreocupadas tendencias a la sobre-extensión empresarial del vecino.
Y en el ámbito externo el gobierno debe procurarse, de manera incontroversial, capacidades disuasivas verosímiles como sustento de la generación de medidas de confianza entre los gobiernos y sus fuerzas armadas. Éstas podrían ser acompañadas de medidas de resguardo fronterizo terrestre y del ámbito marítimo materia de la controversia.
Los gobiernos de Perú y Chile están obligados a evitar que los halcones se apoderen del proceso de solución de la controversia peruano-chilena. De no hacerlo, el riesgo emergente puede dejar de ser sólo bilateral.
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