Los Latinoamericanos Liberales Deben Asegurarse de que la Nueva Relación Cubano-Norteamericana Culmine en una América Libre.
América nunca dejó de existir porque la Cuba comunista trajera al mal denominado Hemisferio Occidental (un área definida en el mar por el primer meridiano) la versión violenta de la Guerra Fría sea a través de la exportación de la revolución (la guerrilla) sea vía la alianza con el poder soviético (cuya expresión máxima desembocó en la crisis de los misiles de 1962 llevando al mundo al borde del cataclismo nuclear).
América fue siempre un continente bien identificado aunque no necesariamente una región debido a su fuerte fragmentación cultural (entre hispanos y sajones) y de poder (entre una potencia dominante de vocación hegemónica a partir de fines del siglo XIX y un conjunto de Estados que organizaron entre ellos un frágil sistema de balance en el marco de la retórica integracionista).
En consecuencia el retorno de Cuba a un mecanismo institucional informal americano (las cumbres americanas) no afecta la composición geográfica de América pero sí la geopolítica de manera incierta. En efecto, si se ha iniciado el proceso de neutralización de un agente de poder divisivo en América –Cuba-, estamos lejos de constatar que Estados Unidos no aspira a un mayor control sobre Centroamérica y el Caribe como ha sido la norma desde 1898 o de verificar que Cuba desee despojarse de su base de poder continental latinoamericano sustentado en la influencia ideológica.
Por lo demás, está claro que Cuba no ha regresado aún al sistema interamericano que representa a América y cuya singularidad está afiliada a los principios occidentales y al régimen singular de la OEA. Con petulancia ideológica, que implica el repudio implícito a los que suscriben esos principios y se esfuerzan por restaurar el debilitado régimen interamericano, Cuba quizás desee cobrar un precio muy caro por su futura reafiliación (la reafirmación de la pluralidad ideológica y de la no intervención clásica, por ejemplo) o “refundar” el régimen con el apoyo de sus aliados suramericanos.
A pesar de ello, Raúl Castro se sienta hoy pública y distintivamente en la mesa del Presidente de Estados Unidos, su enemigo tradicional y competidor ideológico sin que éste le exija condiciones de cambio. Ello es indicador suficiente para reiterar una premisa: para Cuba lo importante es tener una relación especial o, por lo menos, mejorar la relación estratégica con la primera potencia. Ésta prioridad es superior a la que dice ejercitar con los latinoamericanos que están institucionalmente vinculados a América desde la creación de la Unión Panamericana en 1889-1890.
A pesar de ello, de las agresiones guerrilleras que Cuba practicó en el vecindario, de su voluntad de convertirse en potencia extraterritorial subordinando a sus socios menores y de haberlos expuesto a los peligros nuclear y totalitarios desde el Caribe, los latinoamericanos hemos defendido a la Isla identificada con el régimen castrista.
Entendiendo mal el principio de no intervención y negando su evolución en el caso de la defensa de la democracia, la variable emocional (el sustento cultural iberoamericano que percibió quizás una cierta equivalencia con el sajón a partir de la capacidad cubana de confrontar a la primera potencia y sobrevivir en el intento) y el minimalista intento de balancear el poder de Estados Unidos han sido instrumentos que los latinoamericanos hemos jugado, en diferentes instancias, recurriendo a “la carta cubana”.
Hoy, en una reunión panameña que, por pragmática, careció inclusive de ese factor heroico que adorna a los acontecimientos históricos, Cuba ha iniciado un proceso de aproximación con la primera potencia (y de ésta con la Isla) que se ha caracterizado por la incondicionalidad. Salvo el respeto reclamado por los cubanos, nada que no sea una largo proceso de esperanza de mutuo entendimiento (probablemente vinculado a lo que quede de vida a los Castro) se ha concedido por el gobierno totalitario mientras Estados Unidos no ha logrado nada que no sea la ilusión de haber eliminado el factor alimentador del obstáculo latinoamericano a una buena relación interamericana. Al respecto, podemos adelantar una hipótesis: si hoy se propusiera en el hemisferio el replanteamiento del ALCA que se suscribió en 1994, la fragmentación latina y la influencia de los aliados de Cuba volverían a hacerla fracasar (y quizás hasta una versión desmejorada de la Carta Democrática del 2001 sería cuestionada por el castrismo).
A este tipo de política, que pretende eliminar obstáculos en el trato con antagonistas a través de agendas más o menos “prácticas” que resuelvan no la vital diferencia estructural entre Estados sino el problema concreto que los confronta –que algunos denominan la Doctrina Obama- ha recurrido la primera potencia para levantar la hipoteca caribeña y aliviar el trato con los latinoamericanos. En ella no ha habido exigencias libertarias abiertas, llamados a la justicia mellada, ni demasiada instrumentación del componente principista de la política exterior. En el caso cubano, Raúl Castro ha devuelto el favor siguiendo las nuevas reglas de juego al exonerar pública al Presidente Obama de cualquier responsabilidad imperialista (y legitimarlo, en consecuencia, como interlocutor).
En el marco de esta aproximación Estados Unidos ha evitado también reclamar demasiado al totalitarismo venezolano (es más, está corrigiendo el craso error de considerarlo como amenaza excepcional) esperando que la mejora de la relación con Cuba muestre su efecto en Caracas. Y para el trato con los demás, ha decidido prescindir de la historia para abundar en su receta “de futuro” cuyo contenido es apenas una lista de temas que no generan fricción (comercio, cambio climático, energías renovables, lucha contra la pobreza, seguridad ciudadana).
Éste parece ser un eficiente enfoque de aproximación táctica. Pero su dimensión estratégica no parece suficientemente poderosa para garantizar a las nuevas generaciones cubanas un futuro de libertad, incrementar el compromiso norteamericano con América (hoy relativamente insignificante), contrarrestar el potencial de la influencia china y rusa en la región ni para contribuir a mitigar una nueva ola de protesta social latinoamericana que, cabalgando sobre la crisis económica, viene organizando líderes locales (quizás la nueva beligerancia de las FARC encuentre aquí parte de su razonamiento).
Antes que frente a un final retardado de una Guerra Fría regional, como quisieran algunos, estamos frente a un principio de disolución de un antagonismo histórico e ideológico (cuestión bien distinta a eliminar una rivalidad geopolítica y estratégica). En consecuencia, antes de quemar incienso por una nueva era, nuestro deber es estar alerta y activos para lograr que el proceso de tránsito que se inicia en el Caribe culmine en una situación americana verdaderamente recompuesta.
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