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Alejandro Deustua

Las Cumbres Eurolatinoamericanas: Un Fundamento Estratégico

Las cumbres presidenciales cumplen, a veces, con fines prácticos pero la estadística dice que de ellas no derivan necesariamente los beneficios políticos que aquéllas plantean.


Sin duda las reuniones presidenciales son instrumentos de socialización en que pueden tratarse asuntos que no encuentran esa oportunidad en sus foros naturales. Por los demás, permiten a los Estados que las organizan una visibilidad externa acorde con la calidad de los participantes. Ello puede traducirse para el organizador en ganancias de status que algunos, lamentablemente, desperdician al confundir ese beneficio político con el simplemente marketero (la “imagen”).


Y si los participantes comparten intereses complementarios sea por desafío común (p.e. una amenaza externa), propósito fundacional (la inauguración de un régimen) o desarrollo eficiente (el proceso que lleva a un fin práctico y compartido), las cumbres presidenciales pueden servir hasta de verdaderas parteras de la historia. Por lo demás, en épocas de supremacía del sector servicios, los políticos ya no ven con malos ojos que empresarios locales y extranjeros hagan cuentas anticipadas sobre las ganancias contables que “el evento” dejará en los bolsillos de cada quien.


Sin embargo, la proliferación de cumbres a las que hoy concurren los estadistas latinoamericanos no logra, en su mayoría, generar estos beneficios. Ni las del Grupo de Río (que han perdido propósito e identidad), ni las iberoamericanas (que pretenden institucionalizarse castellanamente de manera paralela al crecimiento político de la diversidad), ni las americanas (que, en el caso del ALCA, han sido motivo de nueva divergencia latinoamericana) han ganado mucho, digamos, en legitimidad.

Esperamos que éste no sea el caso de las cumbres eurolatinoamericanas por muchas razones, pero especialmente por dos que debieran reportar intereses más o menos comunes.

La primera es la que comanda la relación de América Latina con Occidente y la articulación intensa con ese núcleo civilizatorio. La segunda, es la que ofrece a la región la posibilidad de recuperar parte del status perdido frente al Asia.

La satisfacción del primer interés implicaría la confirmación si no del carácter, sí de la tendencia liberal de parte de una región fragmentada.

En efecto, luego del consenso sobre el libre mercado generado por la crisis económica de principios de la década de los 80 del siglo pasado, ha surgido en el área no una oposición sobre el grado de apertura requerido (debate que debió admitirse mejor al inicio de la reforma) sino una franca reversión de los fundamentos de esa economía en ciertos países (los del ALBA, especialmente). Ello ha afectado seriamente tanto las posibilidades de integración regional como las de inserción externa conjunta.

Lo mismo ha ocurrido con el consenso sobre la condición de la democracia representativa como principio articulador de la comunidad regional. Éste, luego de una larga postergación (desde 1948) logró finalmente un arraigo generalizado a finales del siglo pasado (la consolidación del mecanismo de protección colectiva de la democracia representativa). Sin embargo, hoy ha derivado en nuevos tipos de autoritarismo aficionado al dudoso ejercicio del referéndum y la inaplicación del mencionado instrumento de seguridad democrática.

En otras palabras, si América Latina se aproximó a una realidad comunitaria, hoy es un sistema bastante inestable y fragmentado. Ciertamente ello no facilita el encuentro con la Unión Europea por razones estructurales que nada tienen que ver con la asimetría económica.

Ello no implica, sin embargo, que el diálogo no pueda ser eficaz entre interlocutores realistas y razonables. A estos efectos una agenda de intereses globales (medio ambiente y pobreza) que, como su nombre lo indica, afectan a todos, además de vital es ideal (aunque sea minimalista).

Para evitar esta última deriva, es deseable que los participantes en la Cumbre ALC-UE identifiquen al grupo de Estados que tienen características comunitarias de los que no los son y a éstos de aquéllos cuyos gobiernos pueden ser considerados como irrazonables (el caso de los gobiernos de los señores Chávez y Morales).

Entre los primeros, el Perú debería lograr un cierto reconocimiento estratégico como Estado estabilizador y, acompañado de Colombia, debería poder negociar de manera más acelerada un acuerdo de asociación y de libre comercio con la Unión Europea.

La segunda razón por la que, a pesar de todo, la Cumbre eurolatinoamericana debiera tener éxito es también de carácter estructural. Independientemente de la heterogeneidad que califica a la región debiera ser de interés de todos recuperar parte del sitio perdido frente a Asia.


Si, hasta la caída del imperio español, la dimensión estratégica de la región en el mundo siempre estuvo en cuestión, el hecho es que, desde la modernización de los mercados en el siglo XIX (y con la emergencia de Estados Unidos como gran potencia), el status económico de América Latina se incrementó (al fin y al cabo, la mayor parte de la inversión extranjera a los países en desarrollo de la inmediata postguerra fluía hacia América Latina) Esta situación fue variando con la insuficiencia del mercado regional llegando a un punto de inflexión durante la “década perdida” coincidiendo con la explosión del potencial asiático.

Hoy la relación con la Unión Europea debiera complementar la parcialmente establecida con Estados Unidos para recuperar parte de ese status como mercado y región estratégicos.

Ciertamente ello no se va a lograr en Lima. Pero debe ser parte de un proceso cuya dimensión de largo plazo no debe demorarse demasiado en concretar.



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