Es difícil negar (aunque algunos en la izquierda europea lo hacen) que la economía griega necesitara de un ajuste para retornar a la viabilidad y dejar de desestabilizar al euro. Especialmente si Grecia vivía al borde del abismo por lo menos desde el 2010 en adelante (una deuda de más de 130% de su PBI que crecía 12% al año, un déficit fiscal de 15% del PBI y necesidades financieras de 20% a 25% anuales según el Sr. Olivier Blanchard del FMI).
Más aún cuando los antecedentes griegos llevan a cuestas el haber presentado cuentas adulteradas el Eurogrupo en el 2004 luego de haber llevado a cabo unos juegos olímpicos ese mismo que costaron el doble de lo presupuestado. Pero en vez de haber reclamado a Grecia en ese momento por la vía jurisdiccional o haber intentado alguna medida correctiva o coactiva, el FMI y las autoridades europeas siguieron prestando dinero mientras la corrupción y el despilfarro carcomía a ese país.
Y ello se hizo a costa del estrangulamiento de la ciudanía griega mientras sus autoridades no fueron llamadas a rendir cuentas por los miembros de la Eurozona y aquéllas actuaban con impunidad. 26% de desempleo más de 50% de desempleo juvenil, 25% de destrucción del PBI griego y 40% de caída de los salarios y pensiones fue el costo del ajuste posterior vivido en un silencioso escándalo mientras gobernaban educados señores a los que el Syriza arrebató el poder.
Pero el Syriza no tenía entre manos, en apariencia, nada más que ofrecer que el llamado de atención pública sobre esta ruina. Es más, la multiplicó al prometer el fin de la austeridad (cuando ello era imposible) y al abusar el Sr. Tsipras de su gran liderazgo cuando convocó a los griegos a un referéndum en el que los ciudadanos debían votar contra las exigencias europeas, sólo para que el Primer Ministro se rindiera frente a ellas comprometiéndose a legalizar en el Parlamento propuestas absolutamente opuestas a las que Tsipras había prometido a su gente. Él dice que lo que hizo no le gusta pero que fue el mal menor. Puede ser.
Pero la turbiedad no quedó allí, la hasta ahora exitosa señora Merkel, a la cabeza de los países bálticos y otros (Finlandia y Eslovaquia) decidió confundir disciplina con rudeza extrema para afianzar su liderazgo y quizás obtener credibilidad en un euro devaluado frente al dólar e imponer a Grecia obligaciones aún más costosas (más recortes, más rebajas de pensiones, establecer un fondo de 50 mil millones de euros a financiarse con privatizaciones griegas) supervigiladas desde fuera a cambio de un préstamo que permitiera a Grecia no incurrir en otro default y a los bancos griegos sobrevivir (es decir, volver a abrir su puertas aunque el retiro de fondos permaneciera limitado). Todo ello excluyendo la posibilidad de un recorte de la deuda griega que el FMI ya había considerado insustentable a sus niveles actuales (alrededor de US$ 320 mil millones).
Sabiendo que hasta los que usan la fuerza están al tanto de sus límites antes de que ésta se convierta en crueldad, la propuesta liderada por Alemania llegó al extremo de que su ministro de Finanzas Wolfgang Schaeuble planteara en un entrevista (sin que ello fuera un consejo, dice el funcionario) que Grecia quizás debería apartarse del euro hasta que resolviera sus problemas financieros.
Muchos hemos criticado a la Unión Monetaria Europea por no haber legislado sobre el retiro temporal o permanente de sus miembros en casos de extrema necesidad (como ocurre con otros regímenes internacionales) para permitirles un recomposición nacional sin arruinar al régimen monetario. Por lo demás, estamos de acuerdo con Krugman que piensa que Grecia podría arreglar mejor sus problemas económicos si abandonase el euro. Pero en lugar de facilitar la viabilidad griega ahora el Ministro de Hacienda Schauble sugiere su salida ¡sabiendo que es legalmente imposible!.
Bajo las circunstancias, tal sugerencia no es sólo constituyó un abuso de poder sino que muchos interpretaron que ésta fue una carta que el Sr. Schauble jugó para mostrar su distancia con la Sra. Merkel y en el camino (quizás a manera de revancha contra el exministro griego Varoufakis que, al margen de su credibilidad, se había atrevido a enfrentarlo), dejar sentado quién manda en la Eurozona sabiendo que tenía consigo todos los votos de la misma.
Tanto que ni siquiera Francia recuerda hoy que el Sistema Monetario Europeo (antecesor del euro que se programó en el tratado de Maastricht para acomodar la rápida reunficación alemana en el marco de la profundización de la integración europea) fue un planteamiento francés (más específicamente, de Valery Giscar d’Estaing). Y si no lo recuerda (como tampoco ocurre con la propuesta de menor austeridad que llevó a Hollande al poder), mal podía plantearlo.
Como consecuencia Francia pareció desempeñar el rol de “buen policía-mal policía”. Eses decir, uno que no lo alejara demasiado de Alemania y tampoco que lo convirtiera en defensor de Grecia aunque fuera para proponer una solución más racional.
He aquí entonces que aparece el FMI planteando lo que debió hacer un buen tiempo (porque lo sabía): que ningún acuerdo será suficiente si no se recorta la deuda griega en términos reales (y no con más plazos o menos intereses). Frente a ello no ha habido aún respuesta europea.
Así, la política del poder (antes que del realismo clásico) se instaló en el escenario del euro que se supone es un estamento superior de la integración. Y es sobre este régimen imperfecto que ahora el Sr. Hollande propone un gobierno específico que supone ya no que Grecia ceda toda su soberanía económica a la Eurozona comandada por Alemania sino que los demás lo hagan también.
Es muy lamentable que después de que los latinoamericanos fracasaran en convencer a sus acreedores del siglo pasado que jugasen el juego sensato del ajuste sin ahogar el crecimiento (lo que hubiera evitado la “década perdida”), los europeos no sólo hayan sido incapaces de encontrar una respuesta a esa propuesta sino que lo hayan hecho peor.
En consecuencia, desde esta parte del mundo algunos no podemos dejar de solicitar que Europa no vuelva a escapar hacia adelante, como suele ocurrir en cada crisis reciente, y que renueve la valorización de sus Estados, de las naciones y de las culturas propias en el marco de una integración disciplinada pero interestatal. Bajo las circunstancias actuales, la idea de una Europa que subordine a los Estados –como ha ocurrido con Grecia sin distinguir siquiera entre subordinación y humillación- dejará de ser uno de los faros que Occidente necesita.
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