Como en 1981 hoy España está siendo remecida por la insurgencia. Pero a diferencia del intento de golpe de Tejero, esta vez la insurrección busca la secesión. La esperanza de que el desborde sea frenado radica en la mayoría de los catalanes, en la autoridad democrática del Estado español y en el diálogo con una nueva dirigencia regional.
Como lo ha recordado Felipe VI, aquella autoridad descansa en la Constitución y en la unión española que, en el marco de sus diferencias culturales, forma una nación indivisible. Así lo convinieron los catalanes que en 1978 participaron en la aprobación de una Carta Magna que les reconoció, junto a otras comunidades, la autonomía que hoy ejercen con heterogénea liberalidad.
Cataluña ha aprovechado bien ese status beneficiándose de las instituciones y del mercado españoles y de la relación con la Unión Europea. Ésta ha contribuido a su progreso con transferencias que otras regiones españolas han recibido en menor proporción.
Siendo el intento secesionista una violación del orden interno, el Tribunal Constitucional español ha declarado su flagrante ilegalidad. Y sin embargo, la Generalitat (que no tiene el respaldo de la mayoría de los catalanes) ha proseguido en el camino de la confrontación.
Ese liderazgo manipula un trauma (las limitaciones del catalanismo histórico) y un malestar (su mayoritaria contribución fiscal a la economía española luego de la crisis financiera del 2009).
Ambos dan pie al estudio y al diálogo, pero no a la fragmentación de un Estado cuya moderación liberal es un ejemplo para Europa y la América Latina.
Por lo demás, según la gran mayoría de los jurisconsultos españoles, el derecho a la autodeterminación no corresponde Cataluña porque esa comunidad no es subyugada, ni explotada, ni dominada por nadie (condiciones necesarias para ejercer el derecho en cuestión según la ONU) (EP).
Y si el Derecho Internacional no ampara ese reclamo, tampoco lo hace el derecho europeo que no reconoce a unidades políticas surgidas de la confrontación (algo bien distinto a la separación de Chequia y Eslovaquia) salvo que lo hagan los Estados Miembros (el caso balcánico).
Más aún, se podría condenar la subversión catalana al amparo del Derecho Internacional en tanto ésta desestabiliza un Estado y potencialmente a un continente central al sistema internacional, fenómenos ambos contemplados en la Carta de la ONU.
Especialmente, si esa acción se convierte en renovada inspiración de partidos separatistas europeos a costa del bienestar común y la seguridad colectiva del área. Para empezar la convulsión social golpea ya a toda España, al mercado de capitales y empresas catalanas inician el cambio de sede.
El Perú hace bien en solidarizarse con el gobierno español que se empeña por terminar con la ilegalidad y por reinstalar la convivencia civilizada en esa nación quizás en un nuevo punto de equilibrio.
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