¿Qué pasa cuando en un Estado la división se instala como resultado de una violenta campaña electoral, el candidato ganador es el menos preparado de la postguerra y las instituciones republicanas que deberían servir de elemento cohesivo son cuestionadas por los electores? Pues la pérdida de cohesión social tiende a instalar el desorden y la debilidad en esa entidad.
Y ¿qué ocurre cuando ese Estado es la principal economía nacional y la única superpotencia? Pues éste tiende a perder liderazgo internacional, la volatilidad se instala en los mercados al compás del riesgo y de la incertidumbre y el sistema internacional se debilita (y tiende a fragmentarse más cuando ese sistema está en proceso de cambio estructural).
Este doble efecto ha sido el resultado de las elecciones norteamericanas donde no sólo no ha ganado el mejor candidato sino que éste lo ha hecho mediante un triunfo de “votos electorales” (279 del señor Trump vs 228 de la señora Clinton) que no concuerdan con el triunfo del candidato menos malo en votos ciudadanos. En efecto, la señora Clinton ganó con 59,861,038 votos mientras el señor Trump obtuvo 59,638,006 votos –NYT- pero perdió la elección según las reglas del colegio electoral.
Con este resultado (que recuerda el triunfo del expresidente George W Bush sobre Al Gore en las elecciones del 2000 cuando Gore ganó el voto ciudadano -50,996,582 votos contra 50,456,062 de Bush- pero perdió la elección comandada por votos electorales), la cohesión nacional norteamericana ha sido aún más debilitada. Peor aún cuando esa división expresa una polaridad extraordinaria entre grandes segmentos de la sociedad (hombre blancos no graduados, mayores que viven en pequeñas ciudades) confrontados por valores que no parecen ser los mismos y no sólo por diferencia de intereses.
Esa divergencia de valores e intereses se ha intensificado extraordinariamente porque el señor Trump se ha ocupado de promover una contra-reforma expresada en una violenta cruzada antiliberal en la que viejas aspiraciones (“grandeza”, “autoridad”, renacimiento económico sin costos) han encontrado eco en la frustración económica y social de muchos de sus electores.
En ese escenario sólo es natural esperar que las instituciones republicanas disminuyan, mediante la adecuada representación y provisión de servicios, el malestar social y la propensión de la nueva autoridad al abuso y al desprecio al derecho del contrario. Lamentablemente el sentido del voto orientado por el señor Trump, siendo antiestablishment, puede terminar siendo también anti-institucional. La neutralización de las capacidades organizadores de las instituciones norteamericanas puede así ser más poderosa que el inicial –y poco creíble- llamado a la unidad realizado por el presidente electo.
La tendencia al desorden ya se ha evidenciado inicialmente en las calles norteamericanas y ha sido expresado también en los mercados globales (especialmente el bursátil que ha experimentado significativas caídas para regresar a su nivel anterior en pocas horas marcando el paso de la volatilidad). Si esa tendencia revela la frustración de la mitad de los ciudadanos norteamericanos también evidencia muy grave preocupación global.
En ese terreno de escaso fundamento social descansará una política exterior identificada como aislacionista (el señor Trump no considera necesario empeñarse en el exterior salvo para “ganar”), proteccionista (cuestionamiento de los acuerdos de libre comercio, conflicto comercial con China, sanciones para el capital norteamericano que “fugue”), contraria a los compromisos adquiridos (incluyendo a los que vinculan a los principales aliados norteamericanos –el caso de la OTAN –y a los que han logrado un gran consenso internacional –el caso del acuerdo para controlar el cambio climático-).
En un contexto global en el que las fuerzas de fragmentación se han intensificado (Brexit, MENA), esa conducta sólo alentará su dinamismo retroalimentando nacionalismos revanchistas y a grupos subnacionales que han padecido la descomposición de sus Estados (increíblemente California ya da muestras de la vigencia de ese fenómeno).
La esperanza de una conducta que no aliente el desorden y la fragmentación radica en que el señor Trump se comporte como cualquier candidato que se topa de pronto con las limitaciones y responsabilidades del ejercicio del poder.
Pero ése puede no ser el caso a pesar de los esfuerzos conciliadores del Presidente Obama. Para empezar algunos integrantes del círculo inmediato del señor Trump (el señor Gingrich) expresan que, a pesar de no disponer de una mayoría clara, tienen un mandato para realizar una contra-reforma en Estados Unidos antes que la consolidación de un nuevo consenso.
Ello indica que Estados Unidos se proveerá, efectivamente, de una nueva política exterior y que la gran mayoría de la comunidad internacional que parecía preferir una presidencia de la señora Clinton y que ahora expresa su desconfianza ante el triunfador electoral, puede que tenga razones para sustentarla más allá del corto plazo.
Y es esto lo que ocurre. No obstante las felicitaciones de rigor, las grandes y medianas potencias occidentales han recordado al señor Trump que, si bien esperan que el escenario interno norteamericano se clarifique, sus importantes vínculos no dependen sólo de intereses sino de valores compartidos (el caso de Alemania) mientras que altas autoridades de la Unión Europea se han apurado en expresar que su conducta no está determinada por los Estados Unidos (el caso de la Alta Representan de la UE para Asuntos Exteriores y de Seguridad).
Con la desconfianza instalada en Occidente en relación a su líder, sólo algunas potencias mayores (como Rusia), medianas (como Israel) y pequeñas (como Filipinas) saludan esperanzadamente al señor Trump.
Esta situación afectará a la América Latina empezando por México (cuyos migrantes han sido tan maltratados por el presidente electo y sobre quien pende la espada que desea deshacer el entramado del NAFTA) y Cuba (país con el que el presidente electo anunció la reversión de lo actuado por el presidente Obama). Estando los mecanismos trasmisores de una mala relación potencial a la vista (el comercio y la migración) la desconfianza respecto del viejo hegemón también se ha instalado en la región.
Si ésta se consolida, la tendencia al debilitamiento hemisférico se incrementará eliminando lo que queda de un liderazgo amortiguador de conflictos, socavando más la capacidad organizadora en ciertos regímenes (la Carta Democrática, p.e.) y restando identidad occidental a la región en un contexto de seguridad más agresivo y económicamente no esperanzador.
América Latina ya ha padecido sus intentos de desafiliación y de las consecuencias de la desaprensión norteamericana luego de etapas de fuerte intervencionismo. Y también de insuficientes intentos de construir un orden hemisférico e intrarregional convergente de postguerra. Pero ahora podría ocurrir la primera experiencia de manifiesta desafiliación norteamericana a iniciativa de quien comanda su política exterior.
El señor Trump tiene hasta el 20 de enero del 2017, cuando asuma el mando, para corregir el rumbo y rodearse de un equipo solvente y sensato para cambiar las señales que ha emitido a la comunidad internacional hasta ahora. Así como el Presidente Obama intentará que el señor Trump recapacite al cobijo de una transición pacífica, la comunidad internacional debería hacerle saber al presidente electo cuán riesgosos son sus planteamientos.
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