El complejo escenario político del Perú incorpora hoy variables extremas. Éstas van desde el conflicto social, especialmente minero, hasta la reforma política anunciada en la presentación del Primer Ministro ante el Congreso en busca del voto de confianza para su Gabinete.
A pesar del conflicto social de Las Bambas, la inversión minera no se ha afectado hasta ahora (en febrero se retornó al promedio de US$ 400 millones) y en medio del cambio de gabinete el Ejecutivo ha presentado al Congreso su decisión de reformar los términos de vigencia de los partidos políticos, de mejorar la organización de la democracia interna así como el financiamiento político y la gobernabilidad y el control político.
Sin embargo, a pesar de que el sector externo presenta vulnerabilidades aún manejables en lo económico pero no en lo político, ámbito éste de fuerte inestabilidad regional y global (p.e. las cartas que quedan en la baraja diplomática que se juega contra la dictadura venezolana no son muchas), el gobierno parece considerar que nada debe ser mejorado o reformado en ese sector.
Ello a pesar de que la crisis internacional generada por el chavismo ha hecho evidente que, más allá de la diplomacia declarativa canalizada colectivamente al respecto por el Grupo de Lima, el Estado carece de la influencia (y del poder) que debiera sustentarla. Si bien la diplomacia declarativa ha contribuido al aislamiento de la dictadura venezolana en la comunidad internacional, no ha podido impedir que potencias sistémicas (Rusia, China, Cuba) fortalezcan su desestabilizador vínculo geopolítico en el norte suramericano.
De espaldas a esa realidad, el gobierno prefiere dejar se mantenga la debilidad de respuesta eficaz así evidenciada desatendiendo acciones o reformas para el fortalecimiento de nuestra inserción internacional. Ello a pesar de que tal inserción se ha reiterado indispensable hasta para el logro de objetivos minimalistas frente a un gobierno abiertamente hostil como lo ha demostrado la acción conjunta del Grupo de Lima.
En el mejor de los casos nuestras autoridades que, en apariencia no pueden manejar una agenda compleja que se asiente en el cacareado “poder nacional”, siguen pensando que la mejora de los términos de esa inserción debe ser actividad propia del sector económico (como lo ha sido desde 1992) excluyendo cualquier tema vinculado con intereses primarios como, por ejemplo, terminar con el aislamiento peruano con regímenes que gobiernan un dominio universal como lo es la Convención del Mar.
Luego de los rechazos que se iniciaron en 1982 y los reaccionarios esfuerzos parlamentarios y sectoriales para mantener la abstención, el gobierno sigue considerando que “no es el momento” de adherir a ese instrumento global, que el Estado contribuyó activamente crear, a pesar de que alrededor de 180 países ya lo han hecho.
No obstante de que cumplir con nuestra propia iniciativa histórica en la materia y con nuestro interés (la tesis de las 200 millas regidas por la soberanía funcional, como enfatizaba Alberto Ulloa, fue copatrocinada por el Perú) fortalecería nuestras capacidades externas en momentos de debilidad como los actuales, en la Cancillería hoy tal iniciativa parece descabellada o un “non-issue”. Ello a pesar de que, en el pasado, esa entidad ha expresado reiterada opinión institucional favorable a ese “issue”. Hoy, en cambio, se dirá que es tiempo de reformas internas cuyo ambiente no debe ser alterado, como si la esencia del esfuerzo reformista no implicara el fortalecimiento del Estado.
Es más, funcionarios a cargo de la delimitación marítima con Chile prefieren hoy concentrarse en tales asuntos internos (cuyos méritos son propios de especialistas y no de ellos) antes que en cumplir con sus responsabilidades de función. Éstas, además de la posición de la Cancillería registrada hace década y media, surgen tanto de la naturaleza del régimen internacional en cuestión como de la propia sentencia de la Corte Internacional de Justicia que tomó la palabra del agente peruano para dictar la sentencia imperfecta que emitió aceptando que el Perú se comportaba, en materia de la controversia dirimida, de acuerdo con la Convención cuyas normas eran de aplicación universal y hasta consuetudinaria.
Lo que debió seguir a esa afirmación de la sentencia de la Corte de la Haya, que aún no ha sido cumplida en su totalidad, fue el intento renovado de que el Perú se adhiera a la Convención. Pero nuestros funcionarios, alejados de sus obligaciones, han preferido dedicarse a tareas orientadoras de la democracia como si al respecto no hubiera otros profesionales eficientes.
Quizás no podía ser de otra manera no sólo porque el Canciller que comandó el inicio del proceso de delimitación consideró que la adhesión a la Convención era incompatible con el esfuerzo en La Haya (cuestión que no creyó ni siquiera uno de los últimos baluartes de la tesis del territorialismo, como lo fue Ecuador, que procedió a modificar su Constitución y su Código Civil para adherirse a la Convención) sino porque un sucesor suyo llegó a negar públicamente la existencia de otro interés primario peruano: el ejercicio de la plena soberanía sobre el “triángulo terrestre”.
Este Canciller prefirió la buena relación del momento con el vecino ad portas de un viaje presidencial a Santiago al reconocimiento suyo de que ese “triángulo”, es decir, el territorio que se ubica al sur del paralelo del hito No 1, es peruano. A pesar de la extrema debilidad interna que esa declaración pública mostraba y de su coqueteo con la ilegalidad, nadie se rasgó las vestiduras institucionales al respecto.
Como puede verse, nuestra fragilidad en el frente externo no sólo es exógena sino interna e institucional. Sin embargo, se piensa, ésta no requiere reformas porque “no es el momento”. Ni siquiera en lo que compete a nuestra mejor inserción internacional.
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