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Alejandro Deustua

La Primera Potencia y el Estado de la Unión

El mensaje del Estado de la Unión de este año fue un llamado de atención sobre el status de la primera potencia y la necesidad de mejorar sus capacidades absolutas y relativas. En efecto, el discurso del Presidente Obama estuvo orientado a convocar a sus conciudadanos a desplegar el esfuerzo necesario para mantener la primacía internacional de la superpotencia y para competir con ventaja con los Estados desafiantes en un sistema que se reconoce en cambio.


El problema, como en la segunda guerra de Irak cuando se mantuvo un bajo nivel de impuestos (especialmente para los más ricos), es que el Presidente Obama sólo planteó algunas ideas sobre cómo poner la economía en orden para lograr el gran objetivo estratégico de su recuperación sistémica (lo que, en teoría, requiere gasto más que ahorro) sin aludir a su efectivo financiamiento tributario.


La contradicción aparente entre estos objetivos e instrumentos quiso salvarse buscando un término medio entre el reordenamiento económico radical y la necesidad de mejorar la competitividad norteamericana (algo que le fue negado a América Latina durante la década perdida de la segunda mitad del siglo XX). Ello se expresó a través de una serie de iniciativas parciales sobre recorte del déficit, mejora de la educación, renovación de infraestructura y reducción de deuda. Lamentablemente, reiteramos, la combinación de recorte parcial de gastos y de mayor requerimiento de capital físico y humano (resumida en el planteamiento de “ganar el futuro”) no pareció plenamente consistente aunque el Presidente propusiera metas concretas para lograr los objetivos planteados.


De otro lado, si los ciudadanos norteamericanos percibieron que el Presidente Obama se refería sólo a la recuperación del bienestar y del progreso interno éstos pueden haber caído en una ilusión. Si, como se ha descrito, las propuestas presidenciales se enmarcaron claramente en la necesidad de recuperar la competitividad norteamericana y ésta, por definición, es externa su discurso fue excepcionalmente internacionalista.


Y lo fue a pesar de que el Presidente dejó para el final una mención apenas enumerativa de su política exterior. La pequeña lista de posiciones en la materia fue diminuta en relación al gran planteamiento consistente en impedir la erosión del status internacional de Estados Unidos en momentos de transformación sistémica.


La urgencia de la materia fue definida, a manera de inspiración, con una metáfora histórica: Estados Unidos ingresa a una nueva era comparable con la del “momento Sputnik” (cuando, partiendo en inferioridad de condiciones, esa potencia decidió rebasar a la Unión Soviética en el uso y exploración del espacio exterior). Esa competencia deberá realizarse ahora en un escenario global donde se reconoció un “cambio de reglas” (una mala definición de los ajustes en la asignación de factores de la producción en el escenario de la globalización). Aunque no se dijo explícitamente, esta competencia será ahora tecnológica y económica y no sólo militar como es común en la historia.


De esta manera, antes que el elogio de las virtudes liberales del excepcionalismo norteamericano con que los presidentes de ese país renuevan el espíritu de sus conciudadanos todos los fines de enero, la inspiración comunicada estuvo esta vez más bien referida a una revalidación general del concepto de poder nacional en la vida de una potencia y a la necesidad de restablecer materialmente ese poder. Es decir, a pesar de la procedencia idealista del Presidente Obama (y de la definición del liderazgo por la vía del ejemplo moral) su mensaje de gran diseño, fue neorrealista con claras derivaciones interdependentistas en un escenario en el que, no reconoció enemigos convencionales (aún) sino competidores y grandes desafíos o amenazas que provienen de los antes denominados Estados delincuenciales (que ahora no fueron mencionados) y de otros múltiples actores.


En este marco se comprometió el nuevo apoyo a la innovación (en el ámbito excluyente de las ciencias duras) y a satisfacer la necesidad norteamericana de reinventarse. Ello pasa por incrementar el esfuerzo de mantener el liderazgo en investigación y desarrollo y requerirá de una mejora sustancial de la educación científica. Ésta, a su vez, se financiará reorientando a esa área parte los subsidios a los bancos.


Las metas en este sector son específicas: colocar un millón de automóviles eléctricos en el 2015 y llegar al 2035 con el 80% de la demanda eléctrica norteamericana cubierta por energías limpias. Además del explícito retiro de los subsidios a las empresas petroleras ello compromete implícitamente la eliminación de la dependencia externa de hidrocarburos disminuyendo considerablemente, por tanto, el valor estratégico de los ofertantes respectivos. Ello afectará a exportadores de relativa o escasa confiabilidad como Arabia Saudita, Venezuela, Nigeria pero también a socios principales como Canadá, México (los dos mayores proveedores) y menores como Colombia y Kuwait (y, quizás, el nuevo Irak).


El probable respaldo general a esta propuesta no parece, sin embargo, trasladable al que requiere el planteamiento complementario de una reforma migratoria que permita aprovechar el talento creativo de los hijos de migrantes ilegales al tiempo que se fortalece la frontera y el cumplimiento de la ley. El debate con los republicanos será acá atizado por el Tea Party (cuya importancia fue reconocida por la televisión norteamericana al permitírsele una respuesta al discurso presidencial equivalente a la del tradicional partido opositor –en ese caso, el republicano-).


En el campo de la reconstrucción de la infraestructura, las propuestas del Presidente Obama se sustentaron históricamente en la tradición norteamericana de apertura e interconexión de espacios geográficos y se orientaron a restaurar y mejorar la comunicación carretera, ferroviaria y de telecomunicaciones. Las metas (98% de ciudadanos conectados por el internet de la mayor calidad en el 2016 y 80% interconectados por trenes de ata velocidad en el 2035) se financiarán, en términos generales, con la reorientación de los beneficios tributarios de los más ricos. El financiamiento específico de las obras no fue aludido pero se entiende que parte provendrá también de lo que se recaude por generación de empleo (que incrementa la tributación), de las ganancias derivadas de la simplificación del código tributario y de la reducción de los impuestos corporativos que debiera permitir mayor inversión en el sector.


Como estas obras deben mejorar la calificación norteamericana como escenario para hacer negocios, privilegiar el comercio exterior parece lógico. Aquí el objetivo fue el de duplicar de las exportaciones para el 2014 en la certeza de que los acuerdos correspondientes generarán empleos (320 mil sumando sólo los acuerdos con India, China y Corea del Sur). La apertura de mercados, que no sacrificará el importante recurso protector de las salvaguardias, implica acá el apoyo a los acuerdos de libre comercio (entre los que se mencionó el concluido con Colombia) y quizás a la Ronda Doha.


En relación a la reducción de la deuda, el Presidente optó, de un lado, por el minimalismo en la definición de ese emprendimiento (no gastar más de lo que ingresa y reducir el exceso antes que realizar cortes radicales) y, del otro, por el maximalismo en la fijación de límites (los recortes no se realizarán al costo de incrementar la vulnerabilidad de los más débiles, como en el caso de ley de seguridad de salud en la que se admitirán mejoras pero no la reducción de la cobertura ciudadana). Por ello ofreció “congelar” el gasto doméstico por cinco años (lo que debiera disminuir el déficit en US$ 400 mil millones) así como el gasto discrecional.


Sin embargo, el Presidente recordó que la reducción del gasto doméstico (que implicará recortes en el sector Defensa por alrededor de US$ 76 mil millones y también en programas sociales) no solucionará el problema en tanto éste representa sólo el 12% del presupuesto.


En consecuencia se reducirán también costos en los sectores de mayor gasto (además de Defensa, la seguridad social incluídos Medic Care y Medic Aid), no se extenderán los beneficios tributarios al 2% de los más ricos una vez que venzan y se procederá a la reforma del gobierno (donde la simplificación y la fusión de sectores fue el único parámetro referido).


Aunque el Presidente anunció que el debate de estas medidas será complejo y hasta frustrante, lo justificó en el hecho de que, a su juicio, éste es el fundamento democrático de la Nación. A pesar de su confianza en el debate prolongado, no es seguro que su buen ánimo alcance a superar la polarización política en el Congreso aunque claramente lo seguirá intentando (por lo pronto, ya los representantes dieron una muestra de tolerancia formal, inducido por el intento de homicidio de la congresista Gabrielle Glifford, al sentarse en la sala sin respetar los alineamientos partidarios).


La tarea al respecto será, efectivamente, compleja a juzgar por la respuesta del partido republicano que se concretó a la reducción ortodoxa del déficit y de la deuda. Al respecto, el Presidente prefirió no aludir a la magnitud de esos graves desbalances: una deuda de alrededor de US$ 14 millones de millones hoy (hoy en las proximidades del 100% del PBI) y un déficit fiscal de alrededor de 10% del PBI.


El camino intermedio elegido por el Presidente Obama para presentar estas propuestas puede ser sagaz pero es incierto. Y tampoco desconoce la especial capacidad de financiamiento norteamericano basada en su casi irrestricto potencial de generar liquidez en el contexto de un sistema financiero internacional basado en el dólar.


Pero al margen de ello, es necesario recordar que cada una de las propuestas anunciadas tiene una dimensión internacional que afectará, directa o indirectamente, a la comunidad internacional. El impacto será sistémico independientemente de si Estados Unidos logra mantener o no su sitio como primera potencia. Pero si logra su objetivo aun en un asimétrico escenario multipolar, es evidente ello servirá, aunque no sin costos, a los Estados occidentales en general.


Por ello -y no porque hubiera sido tratado sumariamente al final del discurso como suele ocurrir- es que la escasa importancia concedida a los asuntos de política exterior llamó la atención. Especialmente cuando el reconocimiento de que ninguna alianza de grandes potencias se ha congregado aún en contra a Estados Unidos fue acompañado de la descripción explícita de un escenario de menores límites soberanos en ausencia de enemigos explícitos. Si éste es el escenario percibido (que puede no corresponder a la realidad), las ventajas que, en teoría, éste presenta para promover la influencia norteamericana debieron merecer algún desarrollo. Pero ello no ocurrió.


Al respecto, el Presidente no sólo no hizo alusión a la emergencia de nuevos nacionalismos sino que la referencia complementaria de que Estados Unidos debe liderar a través del ejemplo y de la influencia moral tampoco corresponde a la realidad contemporánea ni a los objetivos de ganancias de poder planteados en su discurso. Tal afirmación llamó especialmente la atención porque estas potencias nacionalistas ya están redefiniendo (aunque no consolidando) la estructura del sistema internacional de maneras que cuestionan claramente el excepcionalismo norteamericano (aunque no el predominio de los Estados liberales).


Por lo demás, dudamos que la percepción estratégica del Presidente Obama genere consenso interno en tanto la percepción de que Estados Unidos sí tiene enemigos convencionales está viva y arraigada en el Congreso. Ello restará apoyo a la generación de coaliciones multidimensionales que el Presidente desea mantener o promover. Y éstas, bajo las nuevas circunstancias podrían, a su vez, ser menos comprensivas que hace pocos años.


De otro lado, en este capítulo hubo más opinión que evaluación reflexiva. Así por ejemplo, si algunos analistas coincidimos con el Presidente Obama en que Irak y Afganistán son hoy día países mejores que antes de las invasiones de 2003 y 2001, esta evaluación puede ser menos compartida en Estados Unidos de lo que se cree. Por lo demás, ello no agrega mucho a la definición de la política exterior norteamericana cuando quien está a cargo se limita sólo a mencionar ciertos casos (Rusia, Pakistán, Irán, Corea del norte, OTAN) o cuando la alusión a un escenario estratégico en convulsión revolucionaria (el Norte de África) se reduce al apoyo de las aspiraciones democráticas en Túnez sin mayor perspectiva de lo que ocurre en el resto del Medio Oriente (el caso de Egipto, por ejemplo).


Pero más allá de la sobresimplificación en que incursionó el Estado de la Unión en el capítulo externo, el anuncio de las visita del Presidente Obama a El Salvador, Brasil y Chile (las únicas anticipadas) es, desde el punto de vista latinoamericano, una señal de repriorización regional que, sin embargo, no nos apresuramos a dar por sentada. Por lo demás, cierto países obviados (el caso de Argentina, aunque no el Perú que ya recibió la visita del presidente Bush) no compartirán siquiera la bienvenida.


Para contextualizar esta intención la opinión del Departamento de Estado es, obviamente, fundamental. Si se atiende a las prioridades informadas por el Subsecretario para Asuntos Hemisféricos, Arturo Valenzuela (Clarín, 24 de enero de 2011), el Presidente Obama estará visitando en marzo a dos de los países (Brasil y Chile) con los que Estados Unidos mantiene “alianzas especialmente estrechas” en la región (lo otros dos son Colombia y Perú).


Ello valida políticamente la expresión editorial de las prioridades norteamericanas en la región a las que el señor Valenzuela añadió a los países con los que Estados Unidos sostiene una relación de cooperación especial en seguridad (México, América Central y el Caribe), a aquellos con los que mantiene “un nuevo tono de diálogo” (Uruguay Paraguay) y a aquellos con los que intenta un nuevo marco (Bolivia y Ecuador). Aunque México y América Central constituyen el primer perímetro de seguridad norteamericana en el hemisferio (y México sea claramente un aliado preferencial), pocas veces un funcionario del Departamento de Estado establece las prioridades de la primera potencia en la región (y por tanto, la jerarquía de sus relaciones) de manera tan pública y explícita. Por ello hay que tomar en serio el significado de las visitas del presidente Obama a América Latina aunque éstas sean, en los hechos, menores a las que realizará a otros Estados el resto del año. Y si estas prioridades están establecidas, ahora resulta imprescindible darles el contenido correspondiente. Salvo para México y Colombia donde la correlación entre prioridad nominal y política real es intensa pero insuficiente (los presidente Calderón y Santos así lo entienden) y para Brasil y Chile donde el desarrollo de una nueva agenda empezó hace algún tiempo, la ampliación de contenidos con los demás interlocutores está por definirse.


Finalmente, más allá de que los Estados latinoamericanos (incluyendo al Perú) declaren su preferencia por un sistema multipolar y que algunos de ellos quisieran definir la organización suramericana (el Unasur) como vitalmente excluyente de Estados Unidos, la fortaleza y gravitación de la primera potencia seguirá siendo fundamental para el orden económico y de seguridad en el área y para la centralidad de Occidente en la comunidad internacional. Por ello debemos trabajar en consonancia. El mensaje de Estado de la Unión, con todas sus ambivalencias, forma parte de ese derrotero. Incluyendo el mayor rol del gobierno en la nueva era que la primera potencia padece y avizora.


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