La afirmación de que los organismos internacionales son “lo que sus Estados miembros desean que sean” es, además de un lugar común, cierta. Especialmente cuando los Estados más poderosos e influyentes de estos organismos pierden poder hegemónico u orientador en tanto los demás transforman esa pérdida en ganancia de poder plurilateral.
Lamentablemente, la OEA no escapa a esa definición a pesar de ser no sólo una de las entidades regionales más antiguas desde la fundación del sistema de las Naciones Unidas sino que fue, después de la Unión Europea, la más prometedora. Esa proyección pareció cuajar en 1994 cuando todos los estados americanos se comprometieron a crear, mediante la convergencia gradual de los esquemas subregionales de integración existentes, un mercado de libre comercio desde Alaska hasta la Patagonia, y en el 2001 cuando la todos los integrantes del sistema se comprometieron con la Carta Democrática Interamericana.
Lamentablemente, la conjunción de esfuerzos brasileños y venezolanos convirtieron en objetivo estratégico la creación de un organismo que, debiendo ser complementario, fue desde su inicio, excluyente al crear UNASUR en el 2008. Con ello se distorsionó la especificidad de la realidad suramericana al tiempo que se copiaba parte de las instituciones de la OEA bajo el término más genérico de cláusula democrática.
Así, mientras la OEA redefinía roles apuntando más a los requerimientos sociales del desarrollo; a una nueva concepción de seguridad (la seguridad multidimensional, que incluye amenazas tradicionales, amenazas no tradicionales y preocupaciones nacionales complicada con criterios horizontales que dificultan su viabilidad); y a la aplicación de la Carta Democrática que se tornaba arbitraria (mano dura para Paraguay, libertad de acción para Venezuela), UNASUR admitía cada vez más fragmentación política en el área, exigía el consenso entre opuestos y se distanciaba políticamente de América del Norte halada por disonantes potencias emergentes del Atlántico suramericano.
En ese contexto, se consideró que el gran triunfo de la OEA fue terminar con la suspensión de Cuba del sistema sin pedir apertura alguna a cambio sólo para que ese Estado dictatorial anunciara que no le interesaba regresar a la OEA. De manera paralela, UNASUR fue perdiendo poco a poco su más creativa iniciativa subregional: el proyecto IIRSA del cual poco escuchamos hoy.
En este proceso pantanoso, quizás el más influyente hombre de Estado chileno en la década de los 90, después de los respectivos presidentes de la Concertación, el socialista José Miguel Insulza, fue perdiendo también capacidades e iniciativas a lo largo de una década como Secretario General del organismo hasta rozar la insignificancia.
Esta característica es tan ostensiblemente penosa que los propios mecanismos de la OEA no dan cuenta notoria hoy de la elección de su reemplazo, el Canciller uruguayo Luis Almagro (la página web de la OEA está concentrada, aunque no sin razón, en la próxima Cumbre de las Américas -10/11 de abril- porque ésta será la primera vez que acude Cuba a una reunión reservada para Estados democráticos o pseudemocráticos y donde Venezuela, con el apoyo militante del ALBA, cruzará sables con Estados Unidos sobre las sanciones impuestas a los cercanos represores que mantiene el dictador Maduro).
Tamaño desinterés de la “diplomacia pública” es desconcertante porque el Canciller uruguayo obtuvo 33 votos afirmativos y sólo una abstención en un proceso que hizo bien en evitar la aclamación (que, como el consenso, margina la individualización del voto tan nocivo en el ámbito de la dividida UNASUR). No sabemos si estos niveles de convergencia y aceptación se han alcanzado antes aunque fueran facilitados por las deserciones de las candidaturas de los doctores Diego García Sayán del Perú y Eduardo Stein de Guatemala.
El Canciller Almagro ha hecho una campaña convergente con los lineamientos centrales del plan de trabajo de la OEA pero enfatizando una concentración en la satisfacción de necesidades básicas de los ciudadanos americanos (educación, salud), en el pragmatismo para el logro de resultados y en la unidad y solidaridad continental.
Este último propósito, que Almagro propone casi como una nueva era, será extremadamente difícil de lograr aún en el marco de los pilares del sistema: democracia, derechos humanos, seguridad multidimensional y desarrollo integral.
Si pudiéramos evitar de momento abrir el debate sobre el significado de la versión “multidimensional” de la seguridad” y sobre la “sostenibilidad” del desarrollo, podemos afirmar que no depende del nuevo Secretario General el fortalecimiento de estos pilares. Y menos bajo la actual situación de crisis económica e institucional de muchos de los miembros del sistema (especialmente Venezuela).
Por lo demás, la experiencia del Canciller Almagro no es impresionante al respecto (como representante de su país lo ha sido sólo ante la UNESCO y China y ha ocupado puestos secundarios en las embajadas uruguayas en Irán y Alemania) y como político se ha desempeñado a la sombra del Presidente Mujica en dos cargos inferiores en el Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca y la Subdirección de Asuntos Económicos de su Cancillería).
Y si hoy sido electo Senador para el período 2015-2020, es claro que hasta poco el nuevo Secretario General de la OEA no tenía previsto ocupar su nuevo puesto. Estos antecedentes son bien distintos a los de los doctores García Sayán (que ha sido Presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y sigue siendo miembro de esa entidad) y Stein (que, además de ex - Canciller y Vicepresidente de su país ha desempeñado funciones en la ONU y la OEA).
Como es evidente, no podemos hacer una evaluación esencialmente prejuzgada del futuro desempeño del Sr. Almagro. Pero sí diremos que a muchos suramericanos (especialmente a los que han padecido el terrorismo en sus países) no nos entusiasma que autoridades de entidades colectivas hagan el elogio de jefes terroristas (como el tupamaro Sendic aunque su hijo sea el Vicepresidente de su país) como ejemplo de coherencia y entrega a una labor.
A pesar de ello, el Sr. Almagro tiene un cierto potencial de éxito que no debe desperdiciar: si uno de los integrantes del MERCOSUR, uno de los núcleos esenciales del nacionalismo suramericano, logra avances sustantivos en la cohesión hemisférica, habrá conseguido un éxito estratégico importante ahora que la región (es decir, América Latina) se aleja cada vez más del Asia y se acerca crecientemente a la irrelevancia estratégica.
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