Los términos generales de una política exterior deben ser siempre claros, sus fundamentos adecuadamente evaluados y su contexto bien definido. Los primeros han sido planteados ya por el Canciller mientras que los dos últimos requerimientos aún esperan los beneficios de su publicación.
La presentación correspondiente que, debe aún expresarse ante el Congreso, se ha hecho ya a través de los medios y del discurso interno no reservado resaltándose los propósitos distintivos que guiarán la conducta externa del gobierno. En tanto el bagaje de intereses nacionales que se gestionan no se restringe a los permanentes, es natural que el Canciller establezca los términos particulares con que se propone llevar a cabo su gestión. Si eventualmente ello implica cambios de énfasis o de contenidos dentro de una misma administración, es normal que ese cambio se exprese con mayor intensidad cuando se produce un cambio de gobierno siempre que los intereses primarios del Estado queden a buen resguardo.
Ello, sin embargo, debe hacerse procurando no alterar demasiado la tipología de la política exterior si los intereses del Estado han sido razonablemente gestionados por el gobierno anterior. El cuestionamiento de esa gestión ha sido, sin embargo, explícito si se tiene en cuenta la implicancia de la idea matriz de la nueva administración. Si a partir del 28 de julio pasado se practica una política exterior “activa” ello indica que la anterior ha sido pasiva o reactiva. Como es evidente, esta distintiva calificación no es sólo una cuestión de énfasis, como se ha pretendido, y sí implica una redefinición sustancial. Sin embargo, si atendemos los contenidos del nuevo planteamiento (que refieren una agenda convencional), el modus operandi comprometido (la concertación) y la capacidad de realización (que, salvo una cambio radical de alineamientos, no presenta una alteración fundamental), quizás el cambio aludido refleje, efectivamente, sólo un cambio de prioridades. Hasta que éstas empiecen a implementarse habrá que estar alertas.
Entre los elementos condicionantes de la nueva propuesta externa, los factores ideológicos (la referencia a la mutación de militancias pasadas obligadas por el cambio de época y a las fuentes de inspiración liberales y socialdemócratas resumidas en las filiaciones a Bobbio y Rawls) quizás tenga menor importancia en la nueva gestión que el objetivo central de la política declarada: la inclusión social.
Como es evidente, éste es un objetivo interno. Si ello puede ser justiciero y necesario para la cohesión nacional, éste puede ser también disfuncional para la proyección del interés nacional en tanto que se ha descartado, como objetivo axial, cualquier otro propósito externo en una propuesta que no ha tenido en cuenta los requerimientos de posicionamiento e inserción internacionales del Perú y ha omitido los instrumentos operativos correspondientes que debe tener una potencia cuyo status no le asegura hoy un rol mayor.
Esta imprecisión no es, sin embargo, una excepción en la historia de la política exterior peruana de las últimas cuatro décadas. En efecto, desde que el énfasis de la misma se identificó con la generación de poder per se hasta su definición como una función de la política interna, éste ha sido un problema permanente. Pero no por reiterado este problema es menor. Por tanto, debe ser corregido.
De otro lado, el replanteamiento de prioridades puede ser menor de lo que parece cuando se enfatiza el ámbito regional como parte privilegiada del escenario global. Al fin y al cabo no ha habido política exterior peruana que no haya privilegiado el entorno vecinal y el marco regional como su ámbito de influencia real. Enfatizar ese ámbito con una mayor prioridad que la que se otorgó hace un par de décadas a la inserción global no es necesariamente un error estratégico. Pero puede serlo si esa distinción implica el cuestionamiento de la predisposición global de la política exterior peruana que implica ganancias sistémicas antes que de poder convencional y cuyo escenario es vital para nuestra economía y para la resolución de nuevos problemas de carácter transnacional.
Este punto debe aclararse en tanto el discurso actual tiende a aproximarse al escenario extra-regional no sólo de manera descontextualizada (no hay una sola referencia a la crisis económica o al cambio de las jerarquías del sistema internacional) sino de manera restrictiva. Así, si en lo sustancial alude in genere a la importancia de la Unión Europea sin un renglón para Estados Unidos y refiere vagamente a la cuenca del Pacífica, en lo instrumental apenas da cuenta de los acuerdos de libre comercio y de los foros internacionales sin precisar lo que se pretende en ellos (salvo la presencia) ni tomar nota de la crisis del multilateralismo.
En ese marco sí preocupa que la función de identidad que se otorga a Suramérica margine la filiación occidental del Perú, su vocación interamericana y su condición mestiza y no tome en cuenta las importantes divergencias de intereses nacionales y visiones del mundo que ostentan los gobiernos del los Estados que integran esta región.
Sin duda que la concertación es un buen propósito en este contexto. Pero no debe confundirse concertación con integración y menos desconocer los límites objetivos de ésta bajo las actuales circunstancias. Esta cuestión plantea la necesidad de avanzar con los Estados “convergentes” y de priorizar, por tanto, a los interlocutores con los que efectivamente tengamos intereses complementarios, convergencia geopolítica y coincidencia en el ordenamiento regional y global.
Por la misma razón, no parece apropiado que el pragmatismo invocado no tome en cuenta las diferencias que existen con gobiernos que procuran establecer en el área una comunidad diferente a la planteada colectivamente a principios de siglo (cuando se retomó la “idea suramericana” que culminó en el UNASUR) ni la cuestionable vocación transnacional de las políticas exteriores de algunos Estados (p.e. la “diplomacia de los pueblos”) ni su esencial conflictividad con Occidente. Bajo estas circunstancias el Perú requiere algo más que alusiones a la historia bolivariana y sanmartiniana para la práctica de la concertación.
Por lo demás, la realidad de la fragmentación regional será un obstáculo para el propósito de fomentar la democracia en el área. Para proceder en este acápite de política exterior es necesario tener presente que la región ha padecido la reversión del consenso fundamental sobre la vigencia de la democracia representativa y sobre su cautela colectiva considerada como no violatoria del principio de no intervención. Si el Perú se va acercar a la problemática de la definición del orden interno en el área, será bueno recordar sus compromisos con la Carta Democrática y con los de la Resolución 1080 de la OEA que le dio origen. Si no se va proceder de esa manera, es mejor cambiar el foco de atención que hoy se coloca en valores que no son necesariamente compartidos y sustituir esa prioridad por la del interés nacional que brinda en este caso mejores posibilidades de convivencia. En cuanto a los otros temas priorizados (lucha contra el narcotráfico y medio ambiente) será preciso definir eficazmente qué entiende el gobierno por una aproximación “integral” a la materia. La amenaza del narcotráfico es tan real para la seguridad nacional que privilegiar todos los instrumentos de combate a costa de la focalización necesaria (una de las cuales es la erradicación) puede terminar neutralizándolos. Al respecto sacar al Perú del circuito del narcotráfico debería ser el objetivo que guíe cualquier política sobre la materia.
La presentación del Canciller ante el Congreso podría tener estas y otras precisiones necesarias.
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