Es claro que el Perú debe mantener la mejor relación posible con todos los países latinoamericanos. Sin embargo, ello implica a veces que ésta sea sólo menos mala. Especialmente con aquellos Estados con los que la complementariedad de intereses es más ad hoc que genérica y cuyo y grado de comunidad depende apenas de intereses secundarios, específicos y variables.
Éste es el caso del vínculo del Perú con Venezuela cuyo Estado está hoy tan identificado con el gobierno de Hugo Chávez. Efectivamente, el Perú puede compartir hoy con la Republica Bolivariana el interés por los intercambios comerciales, la protección de migrantes, el turismo y, en una escala más cautelosa, la lucha contra el narcotráfico. Pero no mucho más.
Esta agenda acordada recientemente por los cancilleres de Perú y Venezuela es perfectamente realizable. Lo que no parece razonable es esperar de ella una “renovación” fundamental cuando los intereses vitales del Perú no concuerdan con los venezolanos, la naturaleza de los Estados supera el carácter de lo simplemente diverso, la calidad de los gobiernos involucrados tiene valores opuestos y la proyección estratégica de cada uno es divergente.
Es en este marco restringido en que debe entenderse y desarrollarse la agenda concluida entre ambos Estados antes que en pretensiones mayores. Y no sólo porque el bilateralismo restaurador tenga un fundamento precario sino porque éste opera en un marco de construcción regional cuya dimensión retórica contrasta con la escasa cohesión existente y con visiones del mundo claramente divergentes entre las partes.
Para que la relación con la Venezuela que gobierna el señor Chávez sea más cooperativa en lugar de inviablemente fraterna efectivamente es necesario apurar la negociación de un acuerdo de alcance parcial. Ello permitirá, en el marco de la ALADI, otorgar seguridad jurídica a las exportaciones mutuas hasta hoy dependientes de la antigua pertenencia venezolana a la Comunidad Andina. Vencido el plazo de la obligación de mantener las preferencias como resultado del retiro venezolano de la CAN es sensato proceder a una restauración permanente de las mismas.
Ello es valioso para el Perú porque Venezuela consume esencialmente bienes terminados de origen peruano que, eventualmente, tuvieron que dirigirse a otros mercados. Y también lo es para la región en tanto que agrega conectividad en épocas de en que la relación de interdependencia con mercados de potencias mayores se puede complicar más.
De otro lado, también parece necesaria la cooperación en la lucha contra el narcotráfico siempre que ésta se oriente a reducir efectivamente la incidencia de esa amenaza en el Perú. Ello será especialmente útil ahora que la deficiencia en la lucha contra ese flagelo presenta al país como un principal exportador de cocaína y a Venezuela como un país tránsito de importancia mayor.
Pero sería un error pretender que esta cooperación específica vaya a devenir en una asociación que pretenda, desde el punto de vista de ambos Estados, una articulación regional homogénea. Ello es inviable e imprudente porque Venezuela tiene un gobierno autoritario que pretende un liderazgo regional que desea otorgar a América del Sur y para Latinoamérica una valencia antioccidental basada en el irredentismo “bolivariano”, promovida por el ideario cubano y articulada por una fraternidad que no se practica.
En efecto, en lugar de esa pretensión comunitaria las autoridades venezolanas no ocultan que el ALBA debe ser “una punta de lanza” en la construcción de un nuevo orden regional de particular proyección sistémica. Ello implica, como si fuera asunto meramente declarativo, que la predisposición regional a promover un sistema multipolar esté impelida por un conjunto de alianzas extra-regionales que no son las que el Perú prioriza ni parecen adecuadamente equilibradas. La esencia impráctica e indeseable de esa propuesta se traduce más bien en un comportamiento multilateral cuya hostilidad distorsiona los objetivos reformistas peruanos (los de la ONU, por ejemplo) y erosiona el interés nacional por una región abierta y por una saneada inserción global postcrisis.
Esta realidad no puede escabullirse en los entreveros de la retórica diplomática que en el Perú no deja de cambiar de lenguaje cuando cambia la autoridad.
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