El fortalecimiento institucional es ya un lugar común asociado a las condiciones básicas de la gobernabilidad y la calidad del Estado. Si ese fortalecimiento requiere de una nueva gestión, también debe respetar la tradición que brinda identidad y continuidad a las instituciones que van a ser reformadas si éstas desean respetar su arraigo. En el sector externo, éste es el caso de las organizaciones que resguardan la seguridad externa y las que proyectan la política exterior.
Si para su adecuado funcionamiento, el respeto de la tradición en ellas –asociada a la historia- es tan necesaria como la innovación funcional, esa ecuación no puede ser alterada por factores como el financiamiento de la labor pública por fondos privados que no provengan de la recaudación fiscal. La filantropía y su vocación benefactora es una de esas formas de financiamiento. Pero dada la escasez de su práctica en países como los nuestros, ésta entusiasma extraordinariamente sin reparar en las consecuencias de su excesivo reconocimiento por la institución beneficiada. La actividad filantrópica en los países en desarrollo debe ser estimulada, reconocida y premiada pero no al costo de alterar la tradición de las instituciones eventualmente beneficiadas.
Lamentablemente éste no es el caso que se plantea hoy en la Academia Diplomática del Perú reconocida por la ley, con alguna exageración, como la única forma de ingresar al Servicio Diplomático reputado, hasta 1992, como uno de los mejores de la región. En efecto, una importante donación está a punto de ser retribuida con la identificación del nombre del generoso donante con el de la Academia Diplomática que pasaría a denominarse con el nombre su mecenas.
Este hecho, que a muchos parecerá trivial, conlleva dos gravísimas consecuencias. La primera, es un paso hacia la legitimidad de la privatización de las instituciones públicas que, en teoría, resguardan el interés nacional. Si hoy, la Academia Diplomática admite el nombre del donante como señal de identidad, mañana podrá un banco o una multinacional, p.e, reclamar el mismo derecho, pero por razones de influencia, para otorgar una contribución sustantiva.
La segunda consecuencia, es la abierta vulneración de la tradición del Servicio Diplomático del Perú, gestada no por todos sus funcionarios o cancilleres, sino por los más brillantes y destacados. Ni Raúl Porras, ni Alberto Ulloa Sotomayor, ni Carlos García Bedoya, ni Javier Pérez de Cuéllar han reclamado que sus nombres aparezcan asociados a la denominación institucional. Su obra intelectual y el reconocimiento internacional del servicio público prestado por ellos no han sido empleados, como no deben serlo, para individualizar con alguno de sus nombres al conjunto de la institución.
Es más, la fortuna personal y familiar de un muy distinguido diplomático alimenta hoy un fondo que otorga un sustento importante, aunque complementario, a la Academia Diplomática sin que ese funcionario ni su familia hayan reclamado alguna forma de nominalidad institucional a su contribución. Su discreción es digna de elogio no sólo por el valor personal de su reserva sino porque revela un conocimiento cabal de los requerimientos de identidad de la institución a la que se deseó servir.
Por lo demás, cuando las instituciones diplomática de nuestra región han decidido asociar su identidad a la de alguna personalidad, lo han hecho con incontestable evocación histórica. Este es el caso de la academia diplomática brasileña –el Instituto Rio Branco- que deseó reconocerse en el fundador de la política exterior del Brasil, el Barón de Rio Branco. Y también el de la academia diplomática chilena –el Instituto Andrés Bello- que deseó retribuir el esfuerzo de un proceder académico extranjero a la construcción de la identidad del estado-nacional chileno.
En 1992, el Servicio y la Academia Diplomático del Perú fue cooptado desde el Estado por Alberto Fujimori quebrantando su tradición. Que hoy no lo sea, nueva e inadvertidamente, por prácticas cuyo único mérito es la generosidad de quien otorga el capital.
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